La experiencia sirve, o debería, para no repetir errores cuando se presentan situaciones parecidas. El Gobierno que preside Pedro Sánchez es consciente de que no puede iniciar grandes reformas de Estado sin el concurso del Partido Popular. La lección del Estatut de 2006, sin el concurso del PP, debería recordarse de forma permanente, si quiere iniciar alguna operación similar. La irrupción de otras fuerzas políticas en el último decenio ha resultado un fiasco. Ni Ciudadanos ha podido ser el centro liberal que se esperaba --y tuvo ocasiones de oro para lograrlo-- ni Podemos ha sido la amenaza a la socialdemocracia que ha representado el PSOE. Es decir, el bipartidismo imperfecto que caracterizó las primeras décadas de la democracia, tras la Transición, se ha ido recuperando, con la incógnita de Vox, que podría llegar a su techo, siempre que Pablo Casado tenga claro qué quiere hacer de mayor.
El PSOE ha oscilado históricamente en su relación con la organización territorial del Estado, pero se ha inclinado por una España más plural, más diversa. Aunque mantiene en su seno el jacobinismo clásico de los partidos de izquierda, el nacionalismo vasco y catalán se ha sentido más identificado con los socialistas que con una derecha española lastrada por el peso del franquismo, identificado con una idea muy precisa de la unidad de España. Sin embargo, ha sido la derecha liberal, en el entorno europeo, y con toda la casuística que se desee recordar, la que ha apostado de forma más clara por la descentralización del poder, por modelos federales --que son muchos y que incluyen también fórmulas asimétricas cuando se trata de gestionar no solo el poder político, sino también nacionalidades culturales o políticas--, sin menoscabo de un Gobierno federal fuerte.
Es la realidad histórica de España, ante la que no se puede cerrar los ojos. Pero ha llegado un momento, y la situación en Cataluña no es el único motivo, en el que lo que se consiguió en la Transición precisa de un cambio en profundidad. El diagnóstico ya se ha realizado, ya existe una literatura especializada. Lo apuntó en 2013 Santiago Muñoz Machado en su Informe sobre España, repensar el Estado o destruirlo. Señala el catedrático de Derecho Administrativo que el actual Estado es inviable desde el punto de vista jurídico-técnico. Se refiere al problema territorial, pero no como el principal. Hay muchos otros, como se ha podido comprobar en el último año con la pandemia del Covid, con disfunciones en la gobernabilidad por parte de las comunidades autónomas y en la relación que deben tener entre ellas y con el Gobierno central.
Sacar pecho de la Constitución y de la Transición es un deber de todos los españoles, porque fue una operación que salió bien y permitió el progreso social y económico de sus ciudadanos. Pero no se puede caer en el inmovilismo, porque la evidencia empírica constata que necesita importantes retoques. Y es ahí donde el PP debería alzar la voz con una propuesta que pudiera consensuar con el PSOE. Existe un denominador común entre los dos grandes partidos, aunque es cierto que esa reforma tampoco se podría afrontar si fracasa en territorios como el País Vasco o Cataluña. Pero podrían intentarlo, porque los ciudadanos de esos dos territorios también escuchan y reclaman que se ofrezcan alternativas sobre la mesa. También los nacionalistas, que han visto cómo los proyectos independentistas son un brindis al sol.
El profesor Alberto López Basaguren, otra gran referencia para los que defienden un proyecto federal para España --que sería la culminación del actual Estado autonómico, se le llame así o con otro nombre-- tiene claro lo que desean los nacionalistas periféricos: “Los partidos nacionalistas han apostado por rechazar el federalismo porque prefieren un mal sistema de autogobierno autonómico, así lo pueden desacreditar de forma permanente, como argumento de fuerza para mantener vivo su sueño, mientras les importa muy poco que su opción táctica nos lleve al fracaso más absoluto”. Lo cita Jordi Mercader en un magnífico libro, El Pla Necker, una via d’urgència per fer l’Espanya federal. ¿Se puede decir mejor lo que ocurre tras las palabras de Basaguren?
Pablo Casado tiene la vista puesta en la convención del PP en octubre. Asegura que en el partido hay ideas, propuestas y que van en la línea de modernizar España. Pero el líder del PP debe ser más claro y más directo, y entender que aunque Pedro Sánchez sea --como dirigente político-- lo peor que quiera pronunciar, representa al PSOE y al actual Gobierno. Y que el PP debe lograr acuerdos con los socialistas y ser valiente y aceptar esa realidad de España.
Se superará la actual coyuntura con el Gobierno de Pere Aragonès, o se buscará o no un acomodo para Carles Puigdemont. Gustarán más o menos las formas y el fondo de Oriol Junqueras, pero en Cataluña habrá una parte considerable de su sociedad que querrá un estatus diferente. Y no se trata de “contentamientos”, ni de “venderse a los nacionalistas”, ni de ser “moneda de cambio”. Se trata de rehacer --y a muchos nacionalistas no les gustará nada-- el actual Estado autonómico.
¿Por qué el PP no puede ser un partido que apueste por una España federal, con sus características propias? Ese es el reto que debería asumir el PP, y por eso Pablo Casado es vital para la España que viene.