En los últimos años se han publicado diversos libros sobre la crisis de las democracias occidentales. Se ha creado casi un género, como ocurrió con la debacle económica a partir de 2008. Uno de ellos, alabado por los propios políticos, es Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. La obra no oculta la gran paradoja: no se trata de que exista una carrera para romper las reglas, para desobedecer los ordenamientos constitucionales. No es un compendio de decisiones autoritarias por parte de los gobernantes, aunque es evidente que existen y que deterioran las democracias. El peligro, señalan sus autores, es que se abandone lo que no está escrito, de que se deje de lado una cultura política basada en el entendimiento, en la mirada a los ojos, en el pacto tácito entre dos partes que consideran que existe un bien común. Y eso en España, si existió alguna vez, hace muchos años que nadie practica.
La distinción de España respecto a otras democracias en estos momentos se basa en esa circunstancia: una oposición que sólo ver la imagen del presidente del Gobierno ya frunce el ceño, y un Gobierno que ha caricaturizado a esa oposición como una derecha cerril. Es difícil de entender, porque los dirigentes políticos actuales son muy jóvenes, no vivieron la Transición, y se diría que deberían ser ya maduros para superar cualquier tentación de presentar una España binaria. A no ser, y eso sería tal vez más preocupante, que los propios ciudadanos reclamaran a sus dirigentes esas pullas constantes, ese odio que se trasluce y que se plasmó esta semana en el Congreso de los Diputados.
En España se vive con pasión --y sin ningún sentido-- una guerra cultural entre la izquierda y la derecha, entre la extrema izquierda y la extrema derecha. Y nadie quiere entender o admitir un hecho que se repite desde hace 40 años en todas las encuestas del CIS --no es un efecto, precisamente, del actual director, José Félix Tezanos-- y es que los españoles se definen de forma invariable entre el 4 y 5, en una escala del 0 al 10 entre la extrema izquierda y la extrema derecha. Es decir, el español quiere situarse en el centro-izquierda, en una zona templada, ligeramente orientado a posiciones que se podrían calificar de socialdemócratas.
¿Eso se puede revertir? ¡Claro! Se puede si se actúa con convicción, trabajo y liderazgo político. Pero han pasado diversas generaciones y esas posiciones no cambian. Las lecciones están claras: no hay apuestas por extremismos.
La sociología de un país es determinante. No se puede obviar. Hay que trabajar sobre esa realidad. Sin embargo, las guerras culturales se mantienen y se acentúan. Ángel Rivero, en la entrevista que aparecerá este domingo en Crónica Global, se refiere a esa característica, con la carga de la prueba situada en el campo socialista. Para la derecha todo cambió con Rodríguez Zapatero, al querer arrinconar a la derecha española, identificada con el franquismo y el bando vencedor en la Guerra Civil. Para la izquierda, todo cambió con el segundo mandato de José María Aznar, que quiso impulsar un giro estratégico, desde la apuesta por el eje atlantista hasta la recuperación de un Estado fuerte, anclado en Madrid.
En el discurso de Pablo Casado, en el debate de esa semana en el Congreso para aprobar la cuarta prórroga del estado de alarma, se deslizó esa voluntad de mantener las guerras culturales. Señaló si Pedro Sánchez iba a recurrir, de nuevo, “al dóberman”. Fue la imagen de una campaña electoral del PSOE de Felipe González en…1996. La derecha, la que ofrece doctrina desde la Fundación Faes de José María Aznar, señala que fue el PSOE el que quiso arrinconar al PP con esa imagen del dóberman, con la pretensión de generar temor porque la derecha podía conquistar el poder. Y la izquierda recuerda que la campaña contra Felipe González, fue de tal calibre que puso riesgo no al PSOE si no al propio Estado.
¿No se puede superar todo eso? ¿Es tan grave como para que se mantenga esa hostilidad y odio? ¿Quién debe tomar la iniciativa para recuperar las reglas no escritas de la política que defienden Levitsky y Ziblatt?
Casado tiene una oportunidad para rectificar. España necesita en su conjunto que todos los partidos colaboren en esta situación tan grave que ha provocado el Covid-19. Y Pedro Sánchez no puede mirar para otro lado, ni bajar la cabeza, mirando papeles o el móvil cada vez que un dirigente lanza severas críticas al Gobierno. Es algo que la democracia no se puede permitir. No se trata ya de superar una crisis económica, sino de mantener un sistema político basado en las libertades. El no hacerlo, el persistir en esa hostilidad y odio, provocará efectos no deseados. Entonces sí morirán las democracias, algunas como la española, que ahora muestran sus carencias. ¿Fue la transición un auténtico milagro que aunó voluntades en un momento concreto de la historia?