Era previsible, porque así lo admitían sus protagonistas, que de la mesa de dialogo celebrada ayer en Madrid poco o nada podía esperarse. Gobierno y Generalitat partían de posturas muy alejadas. De ahí que sea oportuno preguntarse si ambas delegaciones dialogan por encima de sus posibilidades. Es decir, si nada tienen que decirse porque ya lo han dicho todo. La respuesta en ambos casos es afirmativa, pero la lectura de todo ello no es negativa. Dialogar es bueno y no hay otra salida al conflicto secesionista.
No es lo mismo el interés partidista que el ciudadano. En un mundo ideal, nuestros gobernantes darían prioridad al bien común, pero vivimos en un país donde los mandatos no se agotan y las elecciones se convocan cada dos por tres. Las generales están muy recientes, las vascas y gallegas se celebran en abril y las catalanas se aproximan. De ahí que esa esperada mesa, que ha levantado una gran expectación mediática, haya evidenciado los intereses electorales no solo de sus participantes, sino de los partidos de la oposición, que aprovechan para desgastar al adversario, obviando que sin diálogo solo nos quedan los cuarteles de invierno de Waterloo.
Así, mientras Pedro Sánchez deja que los independentistas se cuezan en sus discrepancias con su oferta de diálogo, el popular Pablo Casado niega la mayor y sostiene desde su púlpito parlamentario que esa mesa celebrada en Moncloa es más dañina que el coronavirus. Y lo es, porque mata un procés que, desde la Declaración de Pedralbes, sobrevive con respiración asistida, sin que los irredentos de Carles Puigdemont hayan descubierto una vacuna contra el desencanto de quienes creyeron de verdad que la república catalana estaba a la vuelta de la esquina, y contra la fatiga de los no secesionistas, que son mayoría aunque la Assemblea Nacional Catalana (ANC) y los duros de Junts per Catalunya se empeñen en negarlo. El ego separatista extiende cheques que su bolsillo no puede pagar.
Dicen que no se fían de las encuestas que dan como ganadoras a formaciones que rechazan la unilateralidad, como ERC, comunes o PSC. Las mismas que defienden ese diálogo letal con los intransigentes. Que los neoconvergentes desconfíen es lógico, pues tuvieron en sus filas a un gurú de la manipulación, David Madí, quien en 2003 tuvo que dimitir del cargo de secretario de comunicación de la Generalitat acusado de alterar sondeos. Gobernaba entonces Artur Mas quien, tras saldar sus cuentas con la Justicia, se encuentra esta semana de bolos para impartir su buenanueva soberanista. Esta es, que el futuro pasa por la dualidad Govern y Consejo para la República. Quienes confiaban en que Mas fuera esa vacuna contra los males convergentes, léase, bisagra entre moderados y radicales, están ojipláticos.
La vuelta de Mas. Eso sí que puede ser letal. Aunque, quizá, la mesa de diálogo sí esté condenada a volver al punto de partida del procés, año 2012, cuando el delfín de Pujol se fue a la Moncloa a pedir un pacto fiscal a Mariano Rajoy. En aquellas fechas, España estaba a punto de ser intervenida. El expresident dedicó dos minutos a negociar ese nuevo sistema de financiación y dos años a preparar una consulta secesionista, el embrión del referéndum del 1-O de 2017 pilotado ya por Puigdemont. Puede que haya llegado la hora de retroceder pantallas y apostar por el posibilismo, como ha hecho el PNV. Es decir, negociar más autogobierno y una mejora de la financiación catalana.
Enrocarse en autodeterminación, amnistía y “represión” solo sirve para hacerse la foto y retener a un puñado de electores recalcitrantes. Si esa foto pasa factura también a Sánchez lo sabremos a más largo plazo.