Llevamos no sé cuántos años con los diferentes poderes judiciales caducados y, cuando nos ponemos a renovarlos, nos sale, con perdón, un pan como unas hostias, un sainete tirando a ridículo y un cambalache lamentable que ni siquiera tiene el detalle de desarrollarse entre bambalinas, sino a la vista del ciudadano medio, que ya no sabe dónde meterse de la vergüenza que le da todo. Les imagino al corriente de la que se está liando con le renovación del Tribunal Constitucional a cuenta del señor Enrique Arnaldo Alcubilla (Madrid, 1957). Parece que este hombre es de natural pepero, que no simpatiza con el fugado Puigdemont (aunque eso le pasa a mucha gente en España: no hace falta ser de derechas) y que en su momento dijo cosas muy feas del expresidente Rodríguez Zapatero. Pese a tales antecedentes, PSOE y Podemos parecen dispuestos a tragarse el nombramiento a cambio de poder colocar, como contrapeso ideológico, a algunos de los suyos (aunque hay diputados que van por libre y dicen abiertamente que no quieren ver al señor Arnaldo ni en pintura, como es el caso del socialista Odón Elorza, con el que ya se ha cebado la derecha acusándole de simpatizar más con “el otro Arnaldo”, léase Otegi). El sainete se desarrolla a la vista del público, que, en general, tiene otra visión de cómo deberían renovarse el Tribunal Constitucional y demás órganos judiciales: con discreción y normalidad, a ser posible, sin retrasos interesados y sin que los juristas implicados tuvieran que identificarse a la fuerza con determinada formación política. Tal como se hacen las cosas hasta ahora, el castigado contribuyente se queda con la impresión de que los que mandan andan entregados a otro de sus jueguecitos de poder para ver quién controla qué y durante cuánto tiempo. ¿Para esto se inventó el pobre Montesquieu lo de la separación de poderes?

Uno, en su inocencia (rayana a veces en la estupidez), cree que los jueces deberían ser cada uno de su padre y de su madre, no de un partido político concreto. No tendríamos ni que saber a qué partido votan en las elecciones. Nos bastaría creer que son los mejores para el cargo que les va a caer y que no deben su progreso profesional a su relación con los políticos, aunque esa sea la impresión a la que acabamos llegando. Y la cosa viene de lejos. No sé ustedes, pero yo ya estoy harto de escuchar que determinado jurista pertenece al sector progresista o al conservador del órgano del que forma parte. En un mundo ideal, debería darme lo mismo saber si estoy ante un progresista o un conservador, pues me bastaría con saber que se trata de un buen profesional de lo suyo que tomará las decisiones más ajustadas a derecho que haya, alguien que hará lo que le toque hacer sin pararse a pensar en si los afectados por sus decisiones son de los suyos o forman parte del contingente enemigo. No estoy hablando de poner robots en la judicatura ni de recurrir a un algoritmo, pero tengo la impresión de que sobra ideología en un hábitat que exige únicamente voluntad y conocimiento para aplicar la ley. ¿Que el señor letrado se considera progresista o conservador? Y a mí qué me importa: me empeño en creer que su pensamiento político no debería influir en su nombramiento.

Sé que todo esto que digo es de una inocencia que roza la imbecilidad, pero es que con el caso Arnaldo se está llegando al pitorreo a costa del contribuyente. El PP lo quiere colar como sea. PSOE y Podemos no lo soportan, pero se prestan (con excepciones) al cambalache para poder contraatacar con alguien que le dé al PP el mismo asco, o más, que a ellos les da el tal Arnaldo. ¿Esa es la mejor manera que se les ocurre de renovar el Tribunal Constitucional? ¿El cambio de cromos (o el intercambio de rehenes) es la manera de gestionar los órganos judiciales de la nación? ¿Es necesario hacer las cosas con tanta desfachatez? Y lo más grave: ¿no se dan cuenta los ya desprestigiados políticos de la imagen de sí mismos que trasladan a ese ciudadano medio al que no tardarán mucho en volver a pedirle su voto?