Hace un par de veranos asistí por casualidad a la trobada gegantera de L’Escala. Estaba en un bar y la cabalgata vino a nosotros. Al escuchar la música, salí a la calle y descubrí con sorpresa que todos los gigantes llevaban lazos amarillos o esteladas. Incluso el personaje de Bob Esponja. Junto a mí había una familia local que miraba el espectáculo con distancia. Sus rostros y el mío eran de perplejidad. Había una fiesta, pero no estábamos invitados. Nadie dijo nada. Simplemente, asistimos en silencio al espectáculo.

Desde hace años, la vida es así en Cataluña. Una parte de la ciudadanía ha asumido que las fiestas, los espacios públicos y las instituciones, son suyas.

Esta Navidad lo hemos vivido en el tradicional concierto de Sant Esteve del Palau de la Música Catalana y en el concierto del Mesías de Händel en el Auditori. Ambos acabaron con gritos a favor de la independencia y una parte del público, pero también de los cantantes, levantando esteladas y pancartas en apoyo del Tsunami Democràtic mientras otros abandonaban la sala.

Es el último capítulo de un proceso que ha tenido como resultado la expulsión de más de la mitad de la ciudadanía de aquellos espacios comunes que compartían y facilitaban la convivencia. Los partidos del Barça y otros eventos deportivos, la Diada, las fiestas de los pueblos y los barrios, todo aquello que reunía a las personas más allá de su opción política o religiosa, han sido privatizados para imponer un relato que excluye a la parte de la población que no lleva un lazo amarillo o se envuelve en la estelada.

No sólo aquella que no creció comiendo canelones en Sant Esteve pero se ha sumado entusiasta a la tradición haciéndola suya. También aquellas personas cuyos padres nacieron aquí, que tienen como primera lengua el catalán, que contestarían probablemente en las encuestas del CEO que se sienten más catalanes que españoles, pero que su horizonte político no es la independencia.

De alguna manera, se ha vuelto muy difícil ser catalán y no ser independentista. Porque una parte de la ciudadanía ha asumido que es legítimo vincular sus reivindicaciones políticas a un perfil identitario, el de ser catalán, sin tomar en cuenta la complejidad de una sociedad marcada por la diversidad. Sin tomar en cuenta tampoco que no existe una sola forma de ser catalán y que la apropiación de unas tradiciones, ahora también las navideñas, sólo profundiza en un conflicto que requiere justamente espacios de encuentro.

Europa, España y Cataluña están plagadas de lo que Tony Judt denomina en su libro El refugio de la memoria “edge people”: personas que están en las orillas de una comunidad, pero también forman parte de otras. Más de la mitad de la población de Cataluña son descendientes de gallegos, extremeños, asturianos, que siguen manteniendo vínculos, pero que han adoptado las costumbres de la tierra de acogida ¿Cuál es la identidad de estas personas?¿Y de las miles que han llegado recientemente de Latinoamérica, China o Marruecos? Tony Judt reconoce que aunque él nació y se crió en la zona más popular de Londres, nunca consiguió verse a sí mismo como un inglés. En parte porque se sentía un poco judío, pero también porque sus padres tenían raíces en lugares tan distintos como Bélgica, Rumania, Polonia, Rusia y Lituania. Su identidad era una especie de no-identidad porque era todo y nada a la vez. ¿Es esto negativo? No tiene por qué serlo si no se pretende imponer o silenciar una parte de aquello que somos. Pertenecer a varias comunidades donde se mezclan las lealtades, las raíces, las lenguas, es un enriquecimiento que favorece la convivencia en un mundo donde la globalización está diluyendo las fronteras. Si a mediados del siglo XX era imposible poner en Europa una frontera que no separara comunidades que compartían una etnia, una cultura, y una lengua --como constata Claudio Magris en El Danubio-- es aún más difícil hacerlo en pleno siglo XXI.

La profesora de Derecho Constitucional, Argelia Queralt, decía el jueves en un tuit que cuando los espacios de convivencia diversa se vuelven excluyentes, el diálogo se vuelve más difícil de conseguir. Mientras no consigamos disfrutar juntos nuevamente de una cabalgata, de las fiestas de los pueblos o los barrios, de unos villancicos navideños, seguiremos atascados en esta crisis política y social que parece no tener fin.