Esta semana estoy hecha un lío. La culpa es de Tinder, la app de dating, en la que entro de vez en cuando para echar una ojeada al personal y repartir algunos “likes” entre los hombres de mi edad que no lucen bíceps tatuados ni sueltan rollos espirituales tipo “el hombre llega mucho más lejos para evitar lo que teme que para alcanzar lo que desea. Busco formar un equipo. Juguemos a esto de vivir” (lástima, Richi, 40, porque no eras feo).

El caso es que esta semana he logrado unos cuantos “match” y he empezado a chatear con algunos. Hasta aquí, todo bien. El problema llega en el momento en que decido darle mi número de teléfono a uno de ellos y descubro que su foto de perfil de WhatsApp es un lacito amarillo. “!Nooooooo!”, se me ha escapado, desilusionada.

No es que tenga ningún problema con las ideas políticas de este cuarentón separado, padre de un adolescente y amante de los deportes de mar (de hecho, me parece sexy discutir sobre política en una cita), pero se me hace extraño que alguien utilice su foto de perfil para expresar su activismo político. ¿Qué pretende, exactamente? ¿Difundir la causa entre sus contactos personales?

Mi primera reacción ha sido hacerle “ghosting”y no contestar más a sus mensajes, pero luego he pensado que igual me estaba pasando de intolerante y que lo del lacito quizás era solo una excusa para no quedar. Uno de los momentos críticos de estar en Tinder es vencer la pereza de la primera cita. ¿Será un soso? ¿vendrá en chándal? ¿me dejará hablar a mí también?

La verdad es que las apps de dating me aburren mucho. Me doy cuenta cada vez que me veo en la cola del super con el móvil en la mano, deslizando mi dedo pulgar hacia la izquierda de forma automática, descartando futuros amantes como si fueran cromos. “Tengui, tengui, tengui... ¡falti!” decíamos en el cole cuando intercambiábamos cromos con los amigos. Ya me ha pasado más de una vez que después de hacer “match”, descubro que el chico en cuestión ya ha quedado antes con alguna amiga soltera.  “¿De qué conoces a fulanito, Anna? He visto que sois amigos en Instagram” “Lo conozco de Tinder. Un poco aburrido, pero quizás a ti te gusta...” O al revés: “Oye, Andrea, ¿qué tal es menganito?” “Ah, un encanto de persona, aunque fuma mucho y va muy acelerado...”

Mis amigas siempre tienen razón, pero yo por si acaso nunca dejo de quedar. Siempre es divertido conocer a alguien nuevo y ponerse a prueba. Una vez quedé con un cerrajero israelí que presumía ser el más caro de toda Barcelona porque solo atendía a guiris. Me invitó a hacer guardia con él toda la noche, pero tuve que rechazar su interesante oferta porque estaba resfriada como una sopa. En otra ocasión quedé con un cocinero de hotel que me llevó a tomar las mejores patatas bravas de Nou Barris. Y hace poco, fui a comer con un holandés que se dedicaba a abrir ostras en bodas. A ver qué me depara el siguiente (no es el del lacito). Me ha dicho que le gustan las croquetas y los macarrones. Empezamos bien.