En los últimos días dos noticias se han cruzado para dejar al secesionismo catalán más desnortado si cabe. Primero, las declaraciones de la secretaria general de ERC, Marta Rovira, afirmando que la votación del 1 de octubre “no tuvo suficiente legitimidad interna” y que el Govern “no supo conectar a una gran población de Cataluña con el referéndum”. La dirigente republicana, que en 2017 fue una de las voces más recalcitrantes, no saca conclusiones ni mayores consecuencias de ese hecho, como sería su dimisión por haber contribuido a meter a la sociedad catalana en un callejón sin salida, pero por fin reconoce una evidencia: la votación fue un pseudorreferéndum, no solo ilegal por los cuatro costados, sino ilegítima democráticamente. Eso no es nuevo, claro está, nada nuevo respecto a lo que hemos dicho desde el constitucionalismo, pero la aceptación por parte de ERC de esa falta de legitimidad interna sí lo es. Lo grave es que cinco años atrás también lo sabían, pero optaron por el choque con la realidad, esperando a que sus socios en el Govern de Carles Puigdemont se arrugarían y que los de Oriol Junqueras quedarían como los valientes del independentismo. El juego de la gallina tantas veces descrito. Rovira también ha dicho que ahora no tienen capacidad para organizar otro referéndum. Objetivamente, es un cambio de criterio sobre el valor del 1 de octubre, cambio que escuece en Junts, pero que permite a ERC justificar su estrategia negociadora con el Estado y la petición de un “acuerdo de claridad” (reinventando el referente canadiense) para votar de forma pactada, algún día, sin fecha.
La segunda noticia que conecta con la primera es Escocia, con la elección de Humza Yousaf como nuevo líder del SNP en substitución de Nicole Sturgeon, que hace unas semanas anunció su dimisión por diversas razones, algunas ligadas al desgate en la gestión del Gobierno de Edimburgo, pero sobre todo ante la falta de apoyo dentro de su partido a la estrategia de convertir las siguientes elecciones al Parlamento de Westminster en plebiscitarias con el objetivo último de acabar convocando un referéndum unilateral ante la negativa de Londres de permitir una nueva votación sobre la independencia. El revés para Sturgeon fue completo cuando la Corte Suprema del Reino Unido, respondiendo a una pregunta suya, también rechazó la posibilidad de una consulta no referendaria, solo para conocer la opinión de los escoceses, pues argumentó, en buena lógica, que ese tipo de votaciones pretenden tener las mismas consecuencias.
En el SNP supieron leer bien lo ocurrido en Cataluña con el procés, la concatenación de plebiscitarias y consultas que fracasaron, con algunos líderes pisando tres años la cárcel, otros huidos, y regresando solo ahora tras la reforma del Código Penal, como ayer hizo por sorpresa Clara Ponsatí. Es cierto que, en 2014, el secesionismo tuvo una ventana de oportunidad con el referéndum escocés, acordado entre Alex Salmon y David Cameron, pues de haber ganado el “sí” hubiera supuesto la primera secesión en democracia de la historia. Artur Mas se situó a rebufo de ese escenario, pero posteriormente Escocia dejó de ser un referente. Hace unos meses, el SNP pareció que quería recoger el testigo a la vía unilateral con Sturgeon, pero la reconducción ahora con el nuevo líder Yousaf (de origen paquistaní y de religión musulmana) es explícita, pues se propone conseguir la independencia a largo plazo, sin prisas. Finalmente, queda la fórmula canadiense, a la que Pere Aragonès alude cuando habla de un “acuerdo de claridad”. Pero hace trampas. Tampoco es un referente porque no ha habido nunca, ni seguramente habrá jamás, un referéndum de secesión en aplicación de la ley de claridad, cuyo autor es el federalista quebequés Stéphane Dion, porque más que una vía para favorecer dicha disyuntiva es un camino para evitarla, un cortafuegos, ante la ausencia en la Constitución canadiense de un artículo que afirme la indivisibilidad del país. En definitiva, el secesionismo catalán camina en 2023 un poco más a ciegas, sin legitimidad ni referentes.