Lamento decirles que, aunque habitualmente soy optimista, ahora mismo me invade un acusado estado de pesimismo. Ante todo, por la pandemia. Es desesperante que nos haya vuelto a pasar. Si a principios de junio podíamos confiar en que nos aguardaba el disfrute de un verano bastante normal, con una fuerte recuperación del turismo y, por tanto, del empleo y la actividad económica, el azote de la quinta ola ha dado al traste con ese escenario. Seguimos ignorando las lecciones del pasado y nos empeñamos en actuar como si el virus no estuviera entre nosotros. Aunque la campaña de vacunación va como un tiro, lo que afortunadamente ha rebajado la mortalidad a cifras muy bajas, estaba cantado que la variante delta nos iba a alcanzar como les estaba ocurriendo en junio a otros países, empezando por la vecina Portugal. Sin embargo, nuestras autoridades sanitarias, particularmente autonómicas que son las que gestionan las restricciones, han vuelto actuar tarde y mal. España se ha convertido este julio al igual que ocurrió el año pasado en el farolillo rojo de Europa, mientras Cataluña se singulariza otra vez como el territorio con más contagios, alcanzando cifras cercanas a Alemania con 10 veces menos población. Lo que ha pasado con los conciertos y festivales (Cruïlla, Vida y Canet Rock), donde miles de personas se han movido sin restricciones y sin mascarilla durante muchas horas, no ha sido solo un “error”, como afirma el consejero Josep Maria Argimon, sino una temeridad que debería comportar la asunción de responsabilidades en el Govern.

Al lado de la pandemia, con el golpe que esta nueva ola significa para nuestra maltrecha economía y el peligro que la recuperación se frene en seco, tenemos un panorama institucional y político desolador. Como es habitual, los partidos independentistas se sirven de cualquier cosa. Lo hemos visto con el incendio en el Cap de Creus y la polémica sobre los hidroaviones franceses. Es tan lamentable como cansino. Pero, por desgracia, toda la política española va a la zaga en cuanto a descrédito. La controvertida sentencia del Tribunal Constitucional declarando contraria a la norma básica la aplicación del estado de alarma es una mala noticia tanto para la institución garante de la Carta Magna como para el Gobierno y el Congreso. Ha salido adelante con una exigua minoría, el tribunal se ha roto por la mitad con contundentes votos particulares y su aplicación obligaría en realidad a llevar a cabo una reforma constitucional hoy a todas luces imposible. Es cierto que el TC no ha cuestionado la necesidad ni la proporcionalidad de las medidas acordadas por el Ejecutivo de Pedro Sánchez, sino solo el marco jurídico. Y es verdad que la división dentro del Alto Tribunal no ha sido tan solo ideológica, entre conservadores y progresistas, pues ha habido notables excepciones, empezando por su presidente, de filiación conservadora pero que apoyaba el estado de alarma gubernamental.

Por tanto, responde ante todo a un debate doctrinal sobre la necesidad de evitar que el Gobierno pueda “suspender” derechos sin la autorización previa del Congreso. No obstante, la sensación es que ha efectuado una lectura demasiado rígida sobre el alcance de aquellos derechos que se restringieron o limitaron (que no suspendieron, a criterio de otros juristas), como consecuencia del estado de alarma para evitar la transmisión del virus, básicamente el derecho a salir del domicilio y circular libremente. Ofrecer como alternativa constitucional el estado de excepción, que va parejo a un estado policial ante una situación de graves disturbios y permite una auténtica suspensión de derechos fundamentales, incluidos los judiciales, suena disparatado por mucho que lo aprobase el Congreso y aunque esas medidas pudieran acotarse a lo mínimo imprescindible. Además, solo podría aplicarse durante un máximo de dos meses, con lo que no sería efectivo para hacer frente a una pandemia como la que estamos viviendo, mientras el estado de alarma se puede prorrogar sin límite. Finalmente, la sentencia del TC cuestiona indirectamente los toques de queda que ahora mismo se están aplicando en muchas autonomías y que pueden leerse también como una “suspensión” del derecho constitucional a la libre circulación. 

Si el prestigio jurídico del TC sale malparado por la sentencia, para el Gobierno de Sánchez también es un golpetazo que le erosiona frente a la opinión pública y contribuye al acoso y derribo que busca la oposición, aunque esta también votó el estado de alarma y nunca planteó del estado de excepción como alternativa. Además, las críticas que desde el PSOE y sobre todo Unidas Podemos se han vertido contra el tribunal, achacando a su composición mayoritariamente conservadora el sentido de la sentencia, sirven para que el PP se niegue más aún a pactar los cambios que las instituciones del Estado necesitan, empezando por el CGPJ, el Defensor del Pueblo y acabando por el propio TC. La dinámica política española es enormemente destructiva. Hace ya mucho tiempo que en España no hay asuntos de Estado. Ni la cuestión territorial, que hace años debería haber sido motivo de un gran pacto para reformar la Constitución, ni la memoria histórica, que se banaliza hasta límites vergonzosos, ni tampoco nuestra limitada política exterior. Todo se utiliza y se retuerce, como las palabras, para atacar al adversario, aunque la hemeroteca señale clamorosas contradicciones entre lo que se decía cuando se estaba en el Gobierno y lo que se afirma ahora desde la oposición. Por desgracia, todo vale, todo mal.