Resulta bastante evidente que la epidemia actual lo está sacudiendo casi todo en nuestro mundo, y las certezas que creíamos poseer se han convertido en frágiles y extremamente mudables. Asistimos a una escenificación trágica de nuestras debilidades, ya sean sanitarias, económicas políticas o sociales. Ha resultado que las cosas no eran exactamente como creíamos, pero aún menos el futuro será lo que pensábamos que sería. La incertidumbre se ha convertido la sensación dominante. Es fácil de leer estos días planteamientos bienintencionados que afirman que después de la epidemia haremos un reset, cambiando con ello nuestra sociedad las prioridades y centrándonos en lo que es fundamental; creen que construiremos un mañana fundamentado en la solidaridad y el bien común, basándonos en una sociedad empoderada y exigente. Sonrío. Obvian que los intereses sociales contrapuestos, las dinámicas de la economía que profundizan en la desigualdad o el debilitamiento de los sistemas democráticos en el que estábamos inmersos, continuarán probablemente y, seguramente, con más ímpetu que nunca.

Los pensadores o simples opinadores económicos especulan estos días sobre la profundidad del escenario del campo de batalla, y suelen hacerlo en los términos de siempre, centrados en la figura totémica del PIB, un indicador que, como algunos no dejamos de repetir, informa sobre flujos cuantitativos, pero que no dice nada sobre el bienestar o las características cualitativas de la economía. Se debate mucho sobre si la salida del confinamiento la recuperación será inmediata en forma de "V" o bien la recuperación tardará y la evolución será en forma de "U". También hay quien, utilizando la imaginación, habla de un estancamiento que crearía la figura del logo de Nike.

Como ocurrió con la crisis de 2008, la guerra que vendrá ahora será extraordinariamente virulenta en el terreno comunicativo y de las ideas, versará sobre qué relato de lo sucedido se impone, qué visión se establece cuáles han sido las causas y cuáles han der ser las consecuencias. Como decía el últimamente recuperado pensador italiano Antonio Gramsci, en cualquier contexto y circunstancia histórica, las verdaderas batallas son las que se libran para establecer la hegemonía cultural. Y justamente como vivimos hace más de diez años con la crisis económica, no podemos dar por hecho que las debilidades evidenciadas por un sistema económico disfuncional, nos llevarán inexorablemente a la recuperación de lo mejor del Estado del bienestar, que iremos hacia un sistema económico más justo, en poner un cierto orden en un mercado descontrolado y hegemonizado por las fianzas, o bien priorizar todo lo que signifique mayor cohesión de la sociedad.

El relato sobre la crisis del 2008 lo terminaron por imponer los mismos que habían creado las condiciones para que se produjera: austeridad, primacía de control del déficit y la deuda, desregular el mercado laboral, mayor individualismo, identificar las estructuras estatales como ineficientes, que “los pecados deben comportar penitencias”, o la democracia entendida y reducida únicamente a los procesos electorales.

Parecería que ahora, de nuevo, hay sólidos argumentos para defender lo que es común y asociado frente a lo particular y egoísta, el extraordinario papel que deben jugar la sanidad y un sistema de servicios públicos bien dotados y financiados, una fiscalidad progresiva y adecuada para mantener las redes de provisión de seguridades que nos debe dar el Estado a todos, reconducir las economías más especulativas y frágiles hacia estructuras productivas sólidas en la creación de valor real y no sólo aparente, reforzar las culturas y prácticas democráticas garantizando que la información plural y veraz sea un derecho para la ciudadanía... Pero una vez más, se hace sentir con inusitada fuerza el argumentario, el relato, los que se esfuerzan por mantener el status quo, que no las voces críticas y los que propugnan un cambio.

Es más, el relato derechista, neoliberal, actual aboga por una regresión en los derechos y libertades, por el debilitamiento de la función política y el papel reequilibrador de los Estados y para convertir en normal y definitiva una mayor desigualdad y precariedad social y personal. Su gran instrumento es el de solidificar los miedos colectivos que la pandemia ha puesto en marcha y así convertirnos en individuos aislados, temerosos e insolidarios. Valdría la pena luchar, y con mucha fuerza, en esta batalla.