Hay una regla de oro para medir el valor de las convicciones que uno postula y defiende: cuando esas convicciones coinciden exactamente con tus intereses personales --económicos, por ejemplo-- son poco de fiar.

Psicológicamente, es lógico y comprensible (¡y cómodo!) que uno crea en el relato que le beneficia, aunque intelectualmente diga muy poco bien de uno. Todos actuamos como el novelista que considera inteligentísimo al crítico literario que le elogia y subnormal al que minusvalora su obra. Y cuántos católicos de estricta observancia conocemos que abominaban del divorcio de los demás, hasta que ellos mismos tuvieron un problema conyugal y entonces les convino a ellos mismos divorciarse. En ese momento cambiaron sin problemas de convicciones en favor de las que más les convenían. Se volvieron de lo más liberales.

En este sentido, y a nivel colectivo, recuerdo el decisivo debate entre los cerebros económicos del PP y del PSOE en el año 2008. Manuel Pizarro era el anguloso heraldo de una catástrofe económica. Pedro Solbes, tranquilo hasta la placidez y tranquilizadoramente entrado en carnes, negaba los síntomas de la crisis, era solo una desaceleración asumible, y despachaba las profecías del cerebro económico del PP como jeremiadas. El debate lo ganó  por goleada Solbes, y Zapatero ganó las elecciones. Pero era el desagradable Pizarro el que estaba en lo cierto, como demostró, ay, la inmediata crisis económica, la más grave en muchas décadas.

Los que seguían por televisión el decisivo debate prefirieron creer que la tesis de Solbes era la acertada --creían que tenía la razón porque su discurso presentaba un futuro más amable que el otro--; dibujaba un futuro en el que se podían sentir razonablemente cómodos. Pizarro, en cambio, era un cenizo… pero resultó que estaba en lo cierto.

Respecto al problema del nacionalismo catalán nos encontramos que el Gobierno propone medidas para “desinflamarlo” y predica que el diálogo con los golpistas es necesario, como la única manera de encarar el conflicto con vistas a una resolución menos traumática. Y por eso vale la pena incluso cambiar las leyes, suavizarlas de manera que una acción retroactiva anule o rebaje de forma determinante sus penas. A esto lo llaman “desjudicializar el conflicto”.

Bueno, quizá. Aunque suene a fraude de ley y a pago de favores, a lo mejor el Gobierno tiene razón. Sucede que esta convicción dialogante y desinflamatoria coincide con asombrosa exactitud con los intereses de un Gobierno que aspira a seguir siéndolo apoyado en las fuerzas secesionistas, que son los apoyos con los que cuenta; y esto hasta el extremo de que algún observador desconfiado puede llegar a pensar --hay gente así de retorcida-- que esa política “desinflamatoria” tiene menos que ver con la verdad  o con la hipotética solución del conflicto que con el interés particular de quien la postula.

También por el otro lado, por el lado separatista, se ha puesto en circulación la idea del “diálogo”, pero precisamente cuando se ha visto que el otro camino solo conduce a la perdición. Han sido años de chulería, de amenazas de choques de trenes y de legitimidades, de hechos consumados, porque tenían prisa, porque estaban hartos ya de tanta “pedagogía” estéril. Ya habían “pasado pantalla”. Ahora esta reivindicación del diálogo y del pacto da toda la impresión de ser interesada.

¿Por qué lo llaman “desjudicializar” la política cuando quieren decir “impunidad” judicial?  A lo mejor habría que atribuir más credibilidad a las ideas, a las soluciones de lógica rigurosa pero incómoda. Incómoda incluso para quien las formula. Ya que son incómodas y desagradables es posible que sean certeras.