Ya llevamos unos días hablando del concepto de desjudicializar la política, como consecuencia del pacto de investidura alcanzado entre el PSOE y ERC. Y seguro que estará en el orden del día de la reunión entre el Sánchez y Torra que va a celebrarse en Barcelona, y ocupará una parte importante de la misma. En realidad con la palabra desjudicializar lo que se pretende, principalmente, es anular una condena firme dictada por el Tribunal Supremo, así como dejar sin efecto los recursos que el Gobierno interpuso a diferentes leyes dictadas en Cataluña ante el Tribunal Constitucional.
Todos creemos que es necesario desjudicializar la política, todos creemos que es necesario que el debate vuelva a donde de nunca debería haber salido, a las cámaras parlamentarias. Pero para que ello sea posible, es imprescindible que los partidos políticos que se saltaron las reglas del debate parlamentario, que vulneraron reiteradamente los derechos de la minoría --como así ha reconocido la sentencia del caso Forcadell, dictada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos--, renuncien expresamente a vulnerar los principios básicos del debate democrático que, en definitiva, son la Ley y la Constitución.
También resulta imprescindible para desjudicializar la política, que quienes vulneraron las leyes, acaten las resoluciones judiciales y, especialmente, las sentencias dictadas por el Tribunal Supremo y, por lo tanto, acepten las reglas del debate democrático, renunciando expresamente a la vía de hecho. Sin todo ello, desjudicializar la política es romper el Estado de Derecho, supone romper con los mecanismos que los estados democráticos han establecido, precisamente, para salvaguardar la democracia. Es, en definitiva, aceptar el autoritarismo por encima del debate democrático.
Pero esta supuesta desjudicialización de la política, se ha iniciado ya con la retirada de diferentes recursos ante el Tribunal Constitucional que el Gobierno de España había interpuesto contra leyes aprobadas en el Parlament de Cataluña. Y ello, lleva a una grave situación a los ciudadanos de Cataluña, al ser abandonados --una vez más-- por las instituciones del Estado, obligándoles a judicializarse; y lo entenderán rápidamente.
Una ley, por el hecho de que el Gobierno de España retire el recurso que había presentado, o no presente ninguno, no se convierte en Constitucional, pero sí que la Ley estará en vigor desde el momento de su promulgación y hasta que el Tribunal Constitucional no acuerde su inconstitucionalidad y, por lo tanto, se aplicará a todos los ciudadanos.
El Gobierno tiene la obligación de velar por la constitucionalidad de las leyes que emanan de las Comunidades Autónomas, y de ahí, la facultad especial que le otorga el artículo 161-2 de la Constitución de suspender la aplicación de la ley solo con la interposición del recurso. Pero, también, puede declararse la inconstitucionalidad de una ley por vía indirecta. Cuando se aplica mediante un acto administrativo o en un proceso judicial una ley supuestamente inconstitucional, el ciudadano que es parte en el proceso puede interpelar al Juez para que formule al Tribunal Constitucional una Cuestión de Constitucionalidad; y, si éste lo acuerda, se tramitará ante el Tribunal Constitucional dicha cuestión.
Por lo tanto, la inacción del Gobierno, traslada a los ciudadanos el peso de la acción para declarar una ley inconstitucional. Un ejemplo: imaginemos que el Parlament aprueba un nuevo impuesto a todas luces inconstitucional --supuesto no tan lejano a raíz de las negociaciones de los presupuestos-- pero el Gobierno no lo recurre, por lo que la ley entra en vigor desde su publicación y obliga a todos los ciudadanos, cualquier contribuyente puede recurrir por la vía del contencioso administrativo el acto administrativo que le obliga a pagar, y puede incitar al tribunal a que plantee la cuestión de inconstitucionalidad al Tribunal Constitucional, declarando finalmente la nulidad del acto administrativo el TC por ser la ley inconstitucional.
En consecuencia, la inacción del Gobierno lo que hace, en definitiva, es trasladar al ciudadano el peso de recurrir por la vía indirecta al Tribunal Constitucional, con el coste económico que ello conlleva.
Pero resulta curioso que, cuando hablamos de desjudicializar la política, de las renuncias a procesos judiciales y al ejercicio de acciones, siempre es el Estado el que debe renunciar. Se ha olvidado que desde los partidos secesionistas, que además son los que se saltaron la ley declarando unilateralmente la independencia, se ha judicializado quizás con mayor ímpetu la vida política, pero con poco éxito dada la falta de base jurídica.
Y a pesar de ello, nunca se les exige la retirada de sus recursos o procedimientos. Recordemos que el Parlament denunció a Mariano Rajoy y a sus ministros ante fiscalía, Homs también le denunció por desobediencia ante el Tribunal Supremo, Torra ha denunciado por prevaricación ante el Tribunal Supremo a Rajoy y a Sáenz de Santamaría; y, así, un largo etcétera que concluye con las recientes amenazas de Torra de querellarse contra la Junta Electoral.
En el ámbito Constitucional no podemos olvidar que la Generalitat de Cataluña tiene pendientes en el Tribunal Constitucional más de 13 recursos interpuestos contra leyes del Estado, pero curiosamente nadie pide su retirada, o los aproximadamente 23 recursos que los exconsejeros tienen interpuestos en amparo ante el Tribunal Constitucional, o los 22 recursos presentados ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Por lo que, cabe preguntarnos, ¿Quién judicializa la Política? Como siempre las obligaciones siempre son del otro, el cumplir la ley es siempre para los demás, es esa constante y diferente vara de medir entre aquello que los secesionistas hacen y aquello que el resto del mundo puede hacer. Se pone de manifiesto el carácter intolerante de creer que solo ellos llevan razón, y que los demás estamos en el error. Lo malo es que quien gobierna España ha caído en el engaño, o se ha dejado engañar.