La transversalidad parece la única vía. El acuerdo de investidura entre el PSC y ERC podría ser inevitable por dos razones: la gobernabilidad y la absoluta prioridad de un pacto capaz de devolver el statu quo. La negación del otro y la infatuación de lo propio son malas consejeras; son el territorio de Junts per Catalunya, el partido de Puigdemont y Borràs, que pude quedarse atrás.

Se acercan los acuerdos entre socialistas y republicanos, como casi el último lenitivo de la ruptura social; pronto podríamos tener nuestro Viernes Santo, el día del calendario gregoriano --10 de abril de 1998-- en el que se firmó el pacto entre el Gobierno inglés e Irlanda del Norte, con la participación de los unionistas y los católicos del IRA. Afortunadamente aquí no hay tiros ni muertos, pero los astros, no necesariamente los deseos, se alinean para indicarnos que, después del 14-F, se impondrá una devolution británica a la catalana.

Algo similar a lo que se repite en el Reino Unido después de cada crisis, en relación con los cuatro países de la Unión (Iglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte), al aplicar una ley del ochocientos votada en su día en el Parlamento de Westminster, que ha permitido profundizar en cesiones de poder amplias a las naciones interiores, tanto en el legislativo como en el ejecutivo. En Londres, Cardiff, Edimburgo y Belfast, la afirmación de las diferencias en el marco de la unidad británica abrió un camino --hoy vacilante a causa del Brexit-- que podría aplicarse a las relaciones Cataluña-España; es un modelo diferente del federal alemán y más parecido al federalismo asimétrico que al actual Estado de las Autonomías español.

La solución del caso catalán por esta nueva vía exigiría un cambio constitucional, cuyos prolegómenos tienen que ver con la reanudación de las mesas de negociación Govern-Gobierno, pactada entre ambas administraciones. Se impone la vía británica. El mayor nivel de descentralización ---la gestión y recaudación de los impuestos directos será de nuevo el argumento de peso-- iría vinculado a un compromiso de soberanía del Reino de España en tanto que único sujeto de derecho internacional. Esquerra no tendría que abandonar su posición ideológica y doctrinal: seguiría siendo el partido de la independencia. No hace falta precisar que la 'devolución' en la que estarían pensando los estrategas del pacto poselectoral difiere del concepto de federalismo, ya que las competencias delegadas en última instancia siguen perteneciendo al gobierno central; la ley que permite los parlamentos territoriales puede ser abolida por el Congreso y el Senado, como se ha visto recientemente con la aplicación del 155. La Constitución, reformada o no, se erige siempre en base de la convivencia.

El acuerdo entre PSC y ERC sería mucho más difícil en caso de victoria en escaños de JxCat, aunque el modelo de democracia parlamentaria seguiría permitiendo el pacto entre ambos lados del arco parlamentario catalán. Si gana Junts y ERC retira su posición negociadora, la irresponsabilidad colectiva será abrasadora; pondrá al descubierto la elongación del nacional-populismo visceral; volveremos al egotismo y a la cueva.

La inminencia de los comicios y el triple empate que los sondeos ofrecen a PSC, ERC y Junts obliga al partido de Junqueras y Pere Aragonès --el que cuenta con más posibilidades de obtener un mayor número de escaños gracias al sistema proporcional de 1977-- a mover ficha en dirección al voto español. La capacidad de negociación de ERC es netamente superior a la de Junts, una formación que depende de los postulados maximalistas de Puigdemont. Al otro lado del abanico legislativo catalán, las alianzas entre el PSC y Ciudadanos no permiten una mayoría matemática y las aproximaciones dobles de socialistas a comunes y a Ciudadanos indican, de momento, la imposibilidad de una geometría variable. El papel de la CUP no será relevante al día siguiente de los comicios.

Por otro lado, sobre el llamado bloque constitucionalista se cierne una catástrofe: el PP puede no obtener representación en la cámara, mientras se dispara el voto de Vox y se residualiza la marca PDECat, el último vínculo histórico a la antigua CiU.

Si damos por concluida la etapa del frentismo indepe, la posibilidad del pacto natural, ERC-Junts, tiene difícil solidez, ya que los dos partidos están hoy separados por el abismo del fracaso compartido, tras la DUI de 2017. Para que gane Junqueras debe perder Piugdemont y viceversa. Los dos no pueden ganar juntos y el retraso de la excarcelación de los presos impide además un avance claro de los pelotones de vanguardia de ambas formaciones. El ocaso del sistema judicial español, producto de la no renovación del Consejo General del Poder Judicial y el vendaval Bárcenas bloquean las medidas de gracia.

Queda por dilucidar el nuevo papel de la retórica --la elocuencia está de momento descartada-- en la etapa de las ideologías débiles. El independentismo es una de estas ideologías en el sentido estricto, ya que después de desplegar una batalla campal y poner en peligro la convivencia, sus réditos son ínfimos. En el reverso de esta moneda, el Estado y sus aparatos centrales --el legislativo, el judicial y el monopolio de la violencia-- no pueden volver a plantearse de nuevo el rigor jurisdiccional desplegado el 1-O. El futuro será fruto de los acuerdos. Y de nuevo, la transversalidad catalana es el único camino en primer término.