El empate es un mal resultado, en fútbol y la política. Y los sondeos arrojan un empate por la alcaldía de Barcelona, entre Ada Colau y Ernest Maragall, con el añadido de que el PSC, tercera fuerza, va sumando, y puede acabar reforzando un consistorio continuista. Puede que este giro municipal de los socialistas dependa de lo que haga ERC en la investidura de Sánchez; o puede que no, porque el PSOE empezó ayer la legislatura sin contar con los republicanos en la constitución de la Mesa del Congreso. Se vio en la frialdad del saludo de Sánchez a Junqueras, en la escalinata del hemiciclo. No hay deshielo: al “tenemos que hablar” del líder soberanista, el presidente respondió un lacónico “sí, bueno”.
Las municipales de la segunda ciudad de España están conectadas a las complejas correlaciones del laberinto legislativo español, fruto del 28-A y del inminente 26-M. La Mesa de Meritxell Batet es un cortafuegos higiénico que ha dejado fuera a ERC y a Vox, expresiones del nacionalpopulismo catalán y español, plataformas pueriles de Wifredo y Covadonga, leyendas de la historia que nunca fue.
En el Congreso hay tres fórmulas para que el PSOE forme Gobierno: la abstención de ERC, la suspensión sin solución de continuidad del acta a los cuatro diputados independentistas, que están en prisión preventiva y, finalmente, la suma de PSOE, Podemos, Compromís, Coalición Canaria, PRC y PNV, siguiendo el experimento de ayer al votar a Batet en la Mesa; entendiendo que, aunque no sume por uno (175 frente a la mayoría de 176), el aluvión permite gobernar a la izquierda. Además, esta tercera opción no sería necesaria si se produjera la primera, es decir la abstención de los 15 escaños de Oriol Junqueras. No hace falta decir que, en Madrid, son legión los que anhelan una aritmética parlamentaria, como pórtico de cuatro años de estabilidad, sin tanta murga. Casi todos piensan lo mismo: con Esquerra, tira que te pego y sin Esquerra, miel sobre hojuelas.
Vivimos una repetición pardilla de los grandes interrogantes de la era del bipartidismo, cuando Felipe González y José María Aznar contaban con Minoría Catalana en las Cortes. Ahora es lo mismo, pero con un mapa que ha convertido aquel calor nacionalista modulable en implacable bochorno soberanista. Antes de las últimas generales ganadas por Felipe (1993), Miquel Roca podía haber ocupado una vicepresidencia de Gobierno para frenar la victoria de Aznar. Y, en el 96, tras la victoria del PP, el Pacto del Majestic impidió la vicepresidencia de Duran i Lleida. En ambos casos, CiU, un partido político transversal --nada que ver con la falsa facundia de Laura Borràs, portavoz de la fórmula JxCat-- sin comprometerse, vendió la piel del oso antes de cazarlo, como sabe bien el exconsejero de Economía de a Generalitat, Francesc Homs, el bueno, no Quicu Homs, el Savonarola perdido en la guarida de Alí Babá. Los nacionalistas se las prometían entonces muy felices, pero un buen día, en un chisgarabís, se encontraron con la recentralización de un Aznar subido, que reaccionó lenta pero contundentemente, hasta llegar a la locura de Atocha.
Ahora, Sánchez se ha anticipado (después de todo, de algo sí sirve la historia). Su victoria del 28-A no es holgada, pero sí suficiente en el mapa político multipartidista actual. Ha colocado a sus presidentes en las dos cámaras, dejando lejos a la oposición, y ha expulsando del templo a los mercaderes catalanes, hoy convertidos en saltimbanquis. Además del consenso ciudadano, Sánchez tiene el nihil obstat de Bruselas, París y Berlín. Gobernará durante los próximos cuatro años en una España en la que el PSOE quiere recuperar la herencia de Rubalcaba, el PP reconquistar la moderación después de Casado, el joven airado al que le quedan dos telediarios y con Ciudadanos alejado incomprensiblemente del espacio liberal que lo acunó. Sobre todo, puede gobernar pese al desamor de los tóxicos indepes, ocupados en la estética del estallido cada vez que juran un cargo en una administración en la que no creen.
Cumplimentadas las Cortes, el siguiente paso es la suspensión de los cuatro diputados procesados --Junqueras, Rull, Turull y Sànchez-- y del senador, Raül Romeva. En esta patata caliente, Batet contará con el resto de miembros de la Mesa --¿qué dirá Gerardo Pisarello, la mano derecha de Colau? ¿Qué pinta este señor en la Mesa del Congreso? ¿Por qué nos tiramos tiros a nosotros mismos, en el pie?-- y con la unanimidad, espero, de la Junta de Portavoces. Pero la suspensión, exigida por la Ley de Enjuiciamiento Criminal, no será tan automática. El presidente de la Sala Segunda del Supremo, Manuel Marchena, se ha curado en salud concediendo el nombramiento y el acta a los procesados. Se ha encomendado a la Junta Electoral y al Congreso; ofrece el flanco garantista de la ley para evitar posteriores recursos al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, vicio de la Defensa.
Mientras, a tres días de la segunda vuelta factual y con Barcelona en las quinielas, Oriol Junqueras deshoja la margarita: o abstención en el Congreso para facilitar la investidura de Sánchez, o soledad en la oposición del consistorio barcelonés, con Ernest Maragall, en un tresillo de jarrón veneciano. Hoy sabemos ya que el subidón de ERC en el Congreso (15 escaños) resulta estéril ante los dos bloques de izquierda y derecha. Sánchez ha deshecho por la izquierda el empate futbolístico del Congreso; ya no necesita a ERC. Y Junqueras puede escoger entre dos opciones perdedoras: el limbo o el cadalso.