Waterloo es la Inquisición y el Tribunal Supremo, la entropía. La política se ha convertido en la gestión de la excepcionalidad, mientras que el día a día se queda en manos de los burócratas de medio pelo. Siguiendo su línea de presión sobre nuestras cabezas, JxCat  anuncia la creación del Consell de la República, que se ocupará de internacionalizar el procés y de trasladar sus órdenes al Govern legal de la Generalitat. Ya tenemos a Petain en Vichy; si le hacen caso retrocederemos un siglo amalgamados con la anti UE de Visegrado, Austria e Italia, desde el Báltico a hasta el Adriático. Por su parte, el Tribunal Supremo mete otra vez la pata con la sentencia stop and go de los impuestos de las hipotecas y cava su propia tumba: el descrédito, si no lo tenía ya desde el coscorrón del euro órdenes.

Como siempre, Puigdemont se la da en todos los morros a su vicario, que acabará recibiendo algún día por las evidentes prevaricaciones que perpetra por orden de su jefe. “Es un final de ciclo”, dice Alonso-Cuevillas, el abogado del ex president, el jurisconsulto (a ratos leguleyo) que va y viene de TV3 para anunciar el Armagedón de España. Suerte que Niklas Luhmann ya nos avisó a tiempo de los que tratan de “confundir la oposición con la protesta”, una idea que, trasladada a nuestro ámbito, consistiría en confundir la reforma institucional con la ruptura con España. Para cargarse el modelo federal de las autonomías, los descuartizadores nacionalistas tratan de llevarse por delante la nación metafísica de Trafalgares y Pelayos; algo innecesario, ante una población vacunada por cuatro décadas maravillosas de democracia parlamentaria homologada.

Nadie ha reparado en el español stendhaliano, una tipo humano anti-moderno que hoy corre peligro y que “si sucumbe ante la máquina vulgarizadora, pondrá en peligro el mito fundacional de Europa”, en palabras de Mauricio Wiesenthal, en su soberbia Hispanobundia (Acantilado). Está visto que no se puede reinar con inocencia; todo poder tiene su crimen primigenio, cuyas consecuencias se funden en una “carroza moral” (escribió  Salvador Madariaga) repleta de agravios históricos. Quim Torra, el correo del Zar, trata de alimentarnos con una engañosa humildad de fondo que no es sino altanería. Y lo curioso es que puede acabar saliéndole bien, si nos atenemos a la jurisprudencia del Constitucional rescatada por la ratas de hemeroteca real: “la rebelión se hace con armas de guerra”; si no hay armas, no hay delito, estampó el Alto Tribunal en los años ochenta para prevenir supongo a un país como el nuestro, hasta entonces afín a los pronunciamientos y asonadas. Además, la esperanza de muchos ya presiona sobre el Supremo, al que ni el mismo Carlos Lesmes podrá salvar, una vez que se han levantado los adoquines para construir barricadas de las que salen como cohetes los Actos Jurídicos Documentados de las hipotecas.

Hace un año no hubo rebelión con violencia, pero si un desacato anticonstitucional, producto de la fiebre de un grupo de dirigentes independentistas a los que la suerte del país (todos nosotros) les importa un rábano. Nunca en Cataluña una minoría jacobina había malbaratado tanto el destino de todos. Esta minoría de arriba practica la Inquisición; pero a su tribunal moral le interesan más las propiedades y el dinero que la sangre brahmánica de sus caídos. El procés es un negocio, como lo fue la noche de la Bastilla que, en pocas horas, desplazó del poder a la vieja aristocracia para poner en su lugar a la nueva oligarquía.

Puigdemont, Torra, Ernest Maragall, Artur Mas y unos cuantos más encajan con el perfil de los líderes políticos de Visegrado, el V-4, de Hungría, Polonia, Eslovaquia y República Checa. Quieren un país pequeño y soberano para dominarlo a sus anchas, como ha llegado a proclamarlo el canciller de Austria, Sebastian Kurz, que gobierna con la extrema derecha  Los dirigentes votados del procés tienen un curioso parecido a la llamada Burguesía canija de los setenta, un concepto rastreable en las crónicas de su tiempo, que señaló a los retardatarios emprendedores --los Cucurull, Gari de Arana, Fradera, Romeu, Andreu o Bertran de Caralt, entre otros muchos-- albaceas del ritmo cadencioso de los eternamente ricos. Costó reaccionar como han explicado a menudo los que se abrieron paso en la Cataluña de Jordi Pujol y a sus nacionalistas asilvestrados, una especie de jóvenes bárbaros, que practicaron durante décadas la política rural de campanario y el empeño de la diferencia. De allí proviene la generación de Aula y Virtèlia, la que aprendió el manejo pillero de fondos públicos, sabia en el manejo de un país que satisface mejor los viáticos que los encargos profesionales.

Ahora, con la muerte de la dulce Cataluña calvinista, se lleva la bandería, aquel odio incontrolable entre liberales y casticistas, entre civilistas y pairalistas, entre izquierdas y derechas, entre palauistas y liceuistas y hasta entre mozartianos y wagnerianos. Si quieren conocer los anhelos del gran arquitrabe metafórico que pende sobre nuestras cabezas, Govern-JxCat-PDeCAT-Concell de la República-ERC, observen la ruta semanal de los altos cargos, una legión parvenue, recién llegada al bogavante desde el caldo de gallina. Gentes que tratan hoy de merecer un puesto en la cambio de casta; aspirantes de menestralía que acuden con hambre de ascenso a la infatuación burguesa del independentismo cainita. Pronto sabremos de ellos, serán el segundo frente de la anti-España de manual (el Armagedón de Cuevillas), descubridora tardía, atiborrada de panellets, llurs y atzucacs.