Puigdemont no le perdona a Marta Pascal la moción de censura que encumbró a Sánchez; la despide y coloca a un propio, David Bonvehí, al frente del PDeCAT. El estilo que quiere imponer Puigdemont en Cataluña es casi un calco de la hegemonía del Euzkadi Buru Batzar (EBB) sobre el Gobierno autonómico del País Vasco. Allí, la presidencia del partido que desempeña Andoni Ortuzar impuso la aceptación de los últimos Presupuestos de Rajoy y poco después fijó sin discusión apoyo del PNV a la moción de censura ganada por Sánchez. Mientras tanto, en Ajuria Enea (sede de la Lehendakaritza), a Urkullu alguien le dijo “calladito estás más mono”. La historia reciente invita al silencio con antecedentes de obediencia estricta al partido de lehendakaris acompañados a la puerta por los de casa, como Ardanza o Juan José Ibarretxe. Incluso se produjo el mismo asunto, pero a la inversa, cuando Josu Jon Imaz presidió el EBB como delfín de Arzalluz. Como es bien sabido, cuando Imaz quiso cambiar el modelo para librar de ataduras al Ejecutivo vasco, recibió una andanada que lo descabalgó para siempre de la política.

Según este modelo de partido único, que ya aplica Puigdemont, la vida que hay más allá del partido solo es un regalo de su comité ejecutivo. Es una forma de centralismo democrático casi derivado del bolchevismo soviético en la etapa de Lenin, en el fin de la Rusia zarista, cuando se decía que el poder estaba en la Duma, pero se gritaba aquello de ¡todo el poder a los Soviets! Muchos recordarán que uno de los antecedentes más claros en España de esta línea verticalista se produjo en el BNG de Galicia, en la etapa de dominio por parte del histórico dirigente Xosé Manuel Beiras.

Puigdemont se inclina por esta vía como vimos en la asamblea del PDeCAT con la supeditación del partido de Artur Mas y Quim Torra a la hegemonía de la Crida Nacional per la República. El pasado fin de semana, sin moverse de Berlín, Puigdemont ganó el Congreso de su partido por un margen relativamente holgado, superando el voto de castigo a base de asustar a los militantes: “El que apoye el programa reformista Gobierno-Generalitat tiene cerrada la puerta de la Crida per la República”. ¿Cómo es posible que la gente tema a este embaucador? En la misma asamblea, una comisión delegada del PDeCAT –elípticamente integrada por los encarcelados Jordi Turull, Joaquim Forn, Josep Rull y por el exconseller Lluís Puig, actualmente en Bruselas— arrasó a los soberanistas de cuello blanco.

Ahora es el nacionalismo el que se mece en la cuna del soberanismo (y no al revés). Los convergentes de siempre son corazones tiernos en manos de los sepulcros blanqueados que rodean a Puigdemont. La opinión del entramado nacional-populista catalán es menos fiable que la prueba de la rana. El misántropo Quim Torra solo sabe decir que el día más feliz de su vida será el de la vuelta de Puigdemont al cargo de president. Este deseo de un hombre apaleado conmueve. “Conmueve y aterra. Es algo más que una lección de principios, es sencillamente un disparate que revela la sumisión del Gobierno a la estrategia separatista de Puigdemont”, ha escrito Antoni Fernández Teixidó, exconseller de CiU y conocedor implacable del cruce de sensibilidades que se cuecen hoy en el catalanismo actual.

Gracias a los salvoconductos que le fabrica la torpeza aparente del juez Llarena, Puidemont regresa el próximo sábado a Waterloo: fanfarria, banda y concierto de cámara para pontificar en su domicilio, la sede del Consell de la República. Un alcalde francés, mejilla rosada y meta volante en el Midi, no lo haría mejor. El expresident aplica el cesarismo caciquil desplegado por César Moncada en la novela de Pío Baroja César o nada, incluida en la trilogía Las Ciudades. Baroja cuenta la vida de un diputado en la España dominada por la Iglesia y el latifundismo; un regeneracionista que solo trata de salvarse a sí mismo, como tantos indepes de hoy, desclasados de infancia española, reconvertidos con la furia del converso.

En el marco judicial del procés aparecen curvas a un lado y al otro, si tenemos en cuenta que el Constitucional acaba de admitir los recursos de Forcadell, Romeva y Bassa sobre su prisión provisional, y más si le añadimos al enjambre que la magistrada Carmen Lamela abandona la Audiencia Nacional para ser trasladada a la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Los encajes de bolillos del poder jurisdiccional frenan así la posibilidad muy pensada de recurrir a la Corte de Derechos Humanos de Estrasburgo, porque la causa quedará encajada en España por un tiempo indefinido. Luego la torpeza de Llarena sería, efectivamente, solo una apariencia.

En el frente político, Puigdemont siente nostalgia del PP. Le conviene un Gobierno de la derecha sin complejos, como será la de Pablo Casado, para tensar la cuerda de la “contradicción principal”, por utilizar el lenguaje gauchista de sus ideólogos de postín, Mascarell y Colomines. Resulta impensable este papel de entrega al César, cuando las mejores mentes europeas siguen afeando al procés por su egoísmo recalcitrante. El último en hablar ha sido el hispanista John Elliott, autor de Catalanes y escoceses: unión y discordia, un libro en ciernes, traducido al español por Debate. El autor se refiere a la nación catalana como un mundo mitológico inventado, que machaca a nuestra mejor historiografía.

El expresident es experto en la internacionalización del conflicto y trató de mostrarlo, una vez más, invitando a Alex Salmond, ex ministro principal de Escocia, como ponente en la clausura de la Asamblea del PDeCAT en Barcelona. Pero Salmond era y ya no es. Un aviso para el mismo expresident, condenado a vagar por Europa sin volver a España. Puigdemont sabe que, con el tiempo, su modelo Buru Batzar irá perdiendo capacidad de maniobra. Y él ha demostrado que no es capaz de elaborar un discurso coherente, más allá de la zancadilla.