La tendencia española a la chufla, la comedia o, directamente, la charlotada también afecta al mundo del crimen. No negaré que tengamos nuestra ración de delincuentes repugnantes: asesinos de mujeres, violadores en serie, redes de pedofilia, estafadores implacables y hasta ladrones de guante blanco (generalmente relacionados con el mundo de la política o de la banca, actividades en principio legales, si bien discutibles); pero nuestros mangantes más populares tienen casi siempre un lado cómico: pensemos en el Dioni, que, tras pegar el palo en España, se fuga al Brasil y se lo pule todo en copas, drogas y putas (tras pasar por el trullo, ¡se recicla en concursante de reality shows!); o en el Pequeño Nicolás, ese niñato que llevaba puesto el blazer desde los doce años y se colaba en sitios que no le correspondían; o en Julián Muñoz, alias Cachuli, con sus pantalones a la altura de los sobacos.

En otros países --pienso en Inglaterra-- el crimen es una cosa muy seria desde los tiempos de Jack el Destripador, sus asesinos son psicópatas como Mira Hindley y hasta sus ladrones dan unos golpes históricos, como el Ronald Biggs del asalto al tren de Glasgow (el clima ayuda: como ironizaba el escritor Julian Barnes, la lluvia constante hace crecer la hierba de los jardines domésticos y permite almacenar, una vez ablandado el terreno, cadáveres en el subsuelo con mucha facilidad).

Nuestro último delincuente popular dotado de una involuntaria vis cómica se llama César Román y es conocido por el rutilante alias de Rey del Cachopo. Tras huir de Madrid --donde había fundado cinco sidrerías ruinosas a base de timar a todo el que se le ponía a tiro--, el tipo se planta en Zaragoza y consigue un trabajo en un restaurante bajo el alias de Rafael Luján. Su jefe lo reconoce en un programa de televisión y llama a la policía, que lo detiene ipso facto. Puede que, además de sus probadas trapisondas económicas, haya matado y descuartizado a su novia, una chica dominicana. Su abogado asegura que sí, vale, César es un mangante, pero no se ha cargado a nadie. Y uno, salvo investigaciones conclusivas al respecto, tiende a darle la razón: un chapucero como el Rey del Cachopo cuesta de imaginar descuartizando a nadie.

Estamos ante un tipo de metro y medio --ahí puede estar el origen de todos sus males-- que, tras flirtear con el periodismo y la política, opta por la (baja) cocina y se especializa en algo tan sobrevalorado como el cachopo, que no es más que una escalopa cordon bleu de tamaño XXL en la que el jamón de York es sustituido por el serrano y el queso francés o suizo por el cabrales asturiano: el sueño dorado de cualquier tragaldabas simplón. Timando por aquí y timando por allá, consigue montar unas sidrerías que acaban quebrando porque el hombre debe ser también un hacha para las cuentas. En vez de huir a otro país -o, preferentemente, a otro planeta-, se va a Zaragoza, donde confía en pasar desapercibido. ¿Ustedes creen que alguien tan panoli puede haber descuartizado a nadie? A mí me cuesta creerlo, francamente. Y si realmente lo ha hecho me voy a llevar una gran decepción y lo voy a borrar de mi lista de Grandes Mangantes Españoles, de la que se desaparece en cuanto hay sangre de por medio. Los muertos no se admiten en la noble tradición chusca del Dioni, el Pequeño Nicolás y Cachuli: nuestros chorizos más populares, los que mejor representan la picaresca nacional, son incapaces de matar ni a una mosca.