Acabamos de sobrevivir a una nueva campaña electoral, aburrida y cansina a más no poder, y encima nos piden que hoy reflexionemos al respecto antes de votar mañana domingo. La jornada de reflexión –también conocida como Veda Electoral o Silencio Electoral— se me antoja un paripé particular dentro de un paripé general, que son las elecciones de turno, cuyas campañas, por lo menos en España, que es lo que nos cae más cerca, cada día van de mal en peor. Hemos visto, aunque sea por encima y sin prestar demasiada atención, los debates televisivos de los diferentes candidatos. Nos hemos encontrado en el buzón propaganda de todos los partidos políticos que hemos arrojado a la papelera sin leerla ni abrirla. Ningún candidato ha convencido de nada a sus oponentes. Todos han mentido, puede que unos más que otros.
El futuro económico de España, como apuntaba por aquí Joaquim Coll, ni se ha abordado. Sobre la cultura, evidentemente, ni una palabra: lo único que sabemos es que Vox aspira a propiciar el nuevo auge de la tauromaquia (los demás partidos, ni eso). Se han prometido cosas absurdas (premio especial para Yolanda Díaz y esos 20.000 pavos que pretende regalarle a cada español en cuanto le caigan los 18 años de edad) y, básicamente, se ha procedido a un intento de demolición mutua. Núñez Feijóo le ha recordado a Pedro Sánchez que es muy feo pactar las cosas del Estado con los enemigos del Estado (y tenía razón). Sánchez le ha dicho a Feijóo que es un insulto a la democracia por parte de la derecha civilizada recurrir a los trogloditas de Vox (y también tenía razón). Yolanda Díaz nos ha augurado un futuro súper chuli si la votamos, pero sin entrar en detalles (casi mejor, si todos son como los del soborno adolescente). Hemos visto a los nacionalistas catalanes desbarrando y tratando de disimular que no pintan nada y que han sido vencidos por el Estado. Y ahora se supone que hemos de dedicar un día entero a reflexionar al respecto.
¿Reflexionar? ¿Sobre qué, en concreto? ¿Sobre lo lamentables que resultan todos los candidatos? No hace falta. Ya nos hemos percatado de ello durante la campaña, si es que no lo habíamos comprobado previamente. Así pues, ¿para qué perseverar en el anacronismo de la jornada de reflexión? Puede que en los inicios de esa medida hubiera algún elemento lógico –pienso en la prohibición de despachar bebidas alcohólicas el día previo a la votación, pues había políticos taimados que aprovechaban para emborrachar a quienes no les iban a votar para que se pasaran la jornada electoral durmiendo la mona—, pero, actualmente, ¿alguien puede decirme sobre qué coño hay que reflexionar el día antes de echar la papeleta en la urna u optar por la abstención?
Son varios los países en los que no existe la dichosa jornada de reflexión. Países teóricamente serios, como Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos. En España ya iría tocando revisar la medida, pero parece que es como la renovación del Consejo General del Poder Judicial, entorpecida por los dos principales partidos políticos de la nación. Y como no se revisa, cada elección se presenta con la misma murga hipócrita y moralista. Si por lo menos sirviera para perder de vista a nuestros políticos, puede que la iniciativa valiera la pena, teniendo en cuenta la omnipresencia de nuestros padres de la patria durante todos los días del año, pero ni eso sacamos de la maldita jornada de reflexión y nos tenemos que tragar por televisión la peculiar manera de reflexionar de los candidatos, que suele ser apasionante: uno persevera en su resiliencia, otro revisa la discografía de Bruce Esprínter, el de más allá se lleva a los críos a ver Barbie (o a la parienta a ver Oppenheimer), nunca falta el que asegura que se queda en casa leyendo (aunque nunca nos dice qué), siempre hay alguien al que le da por hacer jogging antes de ir a votar… Y la única conclusión que sacamos los ciudadanos de a pie es que nuestros representantes son tan aburridos en campaña como en la jornada de reflexión.
A muchos nos tienen podridos. Y lo único que somos capaces de pensar durante la jornada de reflexión es en la grima que nos dan, lo cual me temo que no es el objetivo de dicha jornada (especialmente si, como es el caso, cae en sábado, hace un calor del copón y todo el que puede huye a la playa o a la montaña). La jornada de reflexión es un anacronismo que tal vez tuvo su razón de ser cuando se emborrachaba a los votantes con intenciones aviesas, pero que ahora es como un último clavo en el ataúd de nuestra paciencia.
Y lo peor de todo es que también las campañas electorales están deviniendo anacrónicas. Muchos nos conformaríamos con que nos enviaran por correo los respectivos programas electorales y nos ahorraran los insultos, los debates, las tanganas y los y-tú-más. La jornada de reflexión constituiría la ocasión ideal para leerlos.