A escasos días de las elecciones municipales, no detecto entre los catalanes en general y los barceloneses en particular un gran interés por el asunto. Es como si la cosa nos cogiera cansados, aburridos y, sobre todo, descreídos. Los procesistas encajan sin protestar mucho que la independencia del terruño haya sido un tema tabú durante toda la campaña. Los constitucionalistas prometen grandes cambios en Barcelona si ganan, pero el candidato socialista (al que acabaré votando porque es el que menos grima me da y, sobre todo, porque fue el único que acudió a la presentación de mi libro Barcelona fantasma y me rio los chistes, criterio no muy científico, pero, tal como está el patio, dotado de una cierta lógica) lleva ocho años gobernando con los comunes, el del PP no puede ganar se ponga como se ponga y las de Ciudadanos y Valents podrán considerarse afortunadas si logran entrar en el consistorio.

Solo veo ligeramente motivados a los fans de Ada Colau, que los tiene (aunque yo no la soporte) porque se han creído que es la voz del pueblo (y no del nepotismo y la sobradez, como pensamos algunos) y están encantados con las superillas y la pacificación de Consell de Cent (aunque las primeras consecuencias hayan consistido en un incremento de los alquileres en esa calle y en la conversión de la de València en Sunset Boulevard en hora punta). A veces tengo la impresión de que los únicos realmente motivados son los propios candidatos, por la cuenta que les trae. De ahí, supongo, esa campaña a cara de perro en la que se han dicho de todo, aunque luego tengan que acabar pactando porque ninguno de ellos tendrá la mayoría suficiente como para gobernar en solitario. Nunca, como en estas elecciones, había asistido a una disociación tan radical entre los políticos y sus electores, que se miran a los aspirantes a alcalde con una mezcla de desinterés, fatalismo, displicencia e incredulidad: cada vez está menos claro que los intereses de nuestros políticos y los nuestros coincidan en algo. Yo veo a los candidatos por la tele y me parece que viven en su propio mundo, en una especie de cámara estanca en la que ellos se lo guisan y ellos se lo comen. Que la CUP no haya podido participar en el súper debate de TV3 porque la JEC exige figurar en el consistorio para poder hacerlo solo le parece un drama y una injusticia a la candidata Basha Changue, quien supongo que lo considera una muestra de fascismo (mientras el Frente de Juventudes del partido se divierte montando una tangana con la Guardia Urbana porque dejar de hacer el ganso en plaza pública a la una de la madrugada también debe parecerle una muestra de represión fascista).

Para intentar darle un poco de vidilla a la campaña, los okupas y sus defensores (todos antifascistas, por supuesto) montan una manifestación a la que acuden, siendo generosos, 300 personas. A ver qué pasa hoy con la bronca prevista entre los antisistema y los de Desokupa, pero lo más probable es que no interpele más que a los mossos d’esquadra encargados de mantener el orden. Todo contribuye a la fofez de una campaña que ha transcurrido entre el entusiasmo algo navajero de los candidatos y el aburrimiento de ese pueblo al que tanto quieren y al que se supone que se deben.

Según las encuestas, Colau, Collboni y Trias andan prácticamente empatados. Todo dependerá de con quien pacte el que gane. Con el asco que le tienen a Colau, Collboni y Trias pueden acabar practicando la sociovergencia, pues el primero tiene que alejarse todo lo posible de su exjefa y el segundo no quiere saber nada del Tete Maragall, quien, para más inri, se ha descolgado bastante en las encuestas. Yo solo aspiro a perder de vista a Ada y su pandilla, así que ya me apaño con la sociovergencia, sin necesidad de que me haga la más mínima ilusión.

Ilusión. No la he visto por ninguna parte durante toda la campaña. No es que no nos fiemos de nuestros políticos, sino que ya, prácticamente, ni les prestamos atención, ya que lo que dicen y prometen nos entra por una oreja y nos sale por la otra. Hace tiempo que no votamos al candidato que más nos gusta, sino al que menos nos disgusta. Por lo menos, esa es mi impresión. Igual he atravesado una campaña trepidante sin darme cuenta, pensando en mis cosas. Pero les aseguro que no soy el único.