Para aquellos de nosotros a los que el fútbol aburre como pocas otras cosas en este mundo, la principal contrariedad es que nos enteramos de todo lo que pasa en ese inframundo deportivo-social-patriótico, aunque no queramos. Con otros temas tenemos más suerte (la sociedad no nos abruma con informaciones sobre la filatelia o la pesca con mosca), pero el fútbol, sobre todo a los catalanes en general y a los barceloneses en particular, nos lo enchufan a todas horas desde la prensa, la televisión y, a veces, los taxis, vehículos en los que siempre se me queda cara de idiota cuando el conductor me pregunta qué pienso del partido que se juega esa tarde y del que yo no me he enterado. Cuanta mayor importancia tiene un club para sus seguidores, mayor es la tabarra que nos cae a los que nos la sopla lo que haga o deje de hacer el equipo de turno. Cosa que en Cataluña equivale, más o menos, a un acto de alta traición, pues para eso tenemos un club, el Barça, que es más que un club y se supone que representa a una nación sin Estado oprimida por el país de al lado, la pérfida España. Para los hinchas del Barça, el club de sus amores no puede cometer ningún acto censurable, y si hay sospechas de que ha podido hacerlo, enseguida se desprecian como muestras de la manía que nos tienen los españoles. Está ocurriendo en estos momentos con el lío en torno a un tal José María Enríquez Negreira, antiguo mandamás del arbitraje español que, entre 1993 y 2018, cobró del club que es más que un club la bonita suma de algo más de seis millones y medio de euros por unas supuestas prácticas de asesoría que nadie sabía muy bien qué consistían. La cosa, reconozcámoslo, ya olía un poco mal de entrada: ¿qué hace un árbitro cobrando de un equipo de fútbol?

El ambiente se ha ido enrareciendo paulatinamente a lo largo de las últimas semanas porque flota el fantasma de una posible corrupción del colegiado en cuestión (oportunamente aquejado de un principio de Alzheimer, por cierto) por parte de los expresidentes del Barça Sandro Rosell y Josep Maria Bartomeu. Supongo que ya les tocará a ambos su turno de hablar, pero, de momento, el marrón se lo está comiendo el actual mandatario del club, el inefable Joan Laporta (al que le queda tiempo para llevar a los tribunales al bocazas de Salvador Sostres por dedicarle un artículo no muy cariñoso en su blog). Y su reacción ha sido la previsible: ver en las acusaciones de presunta corrupción un nuevo ataque de España a Cataluña (el hecho de que se sumara al asunto el presidente del Real Madrid le ha venido muy bien para ponerles cara a sus fantasmas).

Con la patria hemos topado. En vez de tomarse las cosas con calma, esperar a ver cómo se desarrollan y tratar de que se aclaren en sentido positivo o negativo, la culerada, con Laporta al frente, ha recurrido al victimismo habitual (¡nos tienen manía!) y a comparar esta investigación con la Operación Cataluña de hace un tiempo y, los más delirantes, con la represión pos-prusés. Sostener que el asunto huele mal y necesita ser desentrañado convenientemente es interpretado por los habitantes de la Cataluña catalana como una traición a la patria, y en esa línea se insertan algunos artículos que uno ha ido leyendo en los digitales del régimen. Contra Cataluña, vienen a decirnos algunos inspirados columnistas patrióticos, todo vale y todo se puede mezclar: la investigación con la represión, el fútbol con los sentimientos nacionales y así sucesivamente, hasta ir liando la troca de tal manera que lo que es una cosa (indagar en qué consistía exactamente la asesoría de un árbitro a un club de fútbol) se convierta en otra (un ataque de España contra Cataluña).

Juraría que ya hemos abusado bastante del victimismo en mi querida comunidad autónoma, pero compruebo con el caso Negreira que siempre se puede seguir recurriendo a él. El Gobierno de la Generalitat, por su parte, se lava las manos, renuncia a participar en la investigación y, ya puestos, no sería de extrañar que aprovechara para sacar tajada patriótica del asunto y hacerse también la víctima. No sé cómo va a acabar este sainete, pero a mí nadie me quita de la cabeza la idea de que los equipos de fútbol y los árbitros son como el agua y el aceite y no pueden ni deben mezclarse. A los clubs, como a la mujer del César, no les basta con ser decentes, sino que también deben aparentarlo. Y el compadreo remunerado con mandamases del arbitraje español huele a cuerno quemado. Especialmente, a los que el fútbol nos la sopla. Diferente es el caso del culé medio, convencido de que los árbitros han estado al servicio del Real Madrid desde tiempo inmemorial y que ahora se muestran ofendidos ante lo que consideran una nueva jugada sucia de ese maldito club.

Preferiría no haberme enterado de nada y seguir pensando esporádicamente en el Barça como aquel equipo comandado por la extraordinaria pareja cómica que formaban Núñez y Cruyff. Laporta me resultó entretenido durante su primera presidencia, cuando se tiraba botellas de champán por encima y se retrataba fumando puros en un yate junto a esbeltas señoritas semidesnudas, pero el de ahora me aburre profundamente, pues no sé a qué viene esa actitud presuntamente modosa y respetable (aunque puede que se deba a haberse encontrado el club en la ruina por culpa de sus antecesores, lo que le ha obligado al célebre plan de despilfarro a medio plazo conocido como las palancas, a dejar de gastar sin tasa en fichajes y, en definitiva, a no poder hacer el fachenda como Dios manda, que es lo que le gusta y lo que nos divertía de él a los que pasamos del fútbol y todo lo que representa).

Que prosiga, pues, la investigación y, como diría el difunto Forges, a llorar, a la ONU.