Era de prever. Se veía venir que el lazismo aprovecharía la invasión rusa de Ucrania para establecer comparaciones entre este país eslavo y la Cataluña catalana, comunidades sometidas a un vecino despótico que se las toma a pitorreo.

Desde ese punto de vista, España sería como Rusia, y Ucrania, una nación hermana en el maltrato recibido. Por ahí nos ha salido el beato Junqueras, cuya esquizofrenia galopante va en aumento desde que lo largaron del trullo: unos días parece el colmo de la sensatez y otros se le va la olla a lo grande, motivo por el cual nunca sabemos con qué Junqueras nos vamos a encontrar cuando toma la palabra. El más reciente nos urge a solidarizarnos con Ucrania, lo cual está muy bien, mientras establece comparaciones fuera de lugar entre Rusia y España, lo cual ya no está tan bien, pero supongo que forma parte del discurso que le conviene mantener (a ratos, cuando se despierta levantisco).

Hay que reconocerle al beato que, por lo menos, no la ha tomado con la comunidad ucraniana establecida en Cataluña por expresarse en castellano, como sí han hecho otros --empezando por Joan Puig, director del panfleto procesista La República, cuyos quince minutos de gloria los pasó chapoteando ilegalmente en la piscina de la casa de Pedro J. Ramírez en Mallorca hace unos años--, sobre todo en las redes sociales.

Para ciertos tuiteros lazis no basta con denunciar una injusticia y un atropello, sino que hay que hacerlo en el idioma adecuado. Y como no dan puntada sin hilo, dichos tuiteros la emprenden con la empresa que ha dado trabajo a una gran cantidad de ucranianos establecidos en La Segarra por haberles enseñado la lengua que no era: una cosa es ser solidario con los oprimidos y otra, dedicarse a la fabricación masiva de ñordos.

En esta andanada de comparaciones ridículas, echo de menos una que debería hacer pensar un poco al lazismo en su conjunto, la que podría establecerse entre Carles Puigdemont y Volodimir Zelenski (aunque intuyo que si no se establece dicha comparación es porque Puchi se llevaría la peor parte). Todos recordamos a Puigdemont huyendo como un conejo de la justicia española, ignominiosamente embutido en el maletero de un coche. Todos tenemos presentes sus promesas de volver a Cataluña en cualquier momento, jamás cumplidas. Todos sabemos que es un bocazas que se dedica a chinchar desde el quinto pino y que vive como Dios en Flandes sin dar un palo al agua mientras Valtònyc le sirve deliciosos cócteles a base de ratafía, Comín le interpreta al piano los grandes éxitos de Lluís Llach y Matamala le friega los suelos de la Casa de la República hasta dejarlos como los chorros del oro. Y todos intuimos que se va a quedar en Waterloo hasta los restos o hasta que prescriban sus delitos, si es que prescriben.

Nada que ver con la gallarda actitud del pobre Zelenski, al que cada día vemos más desmejorado: mal afeitado y en camiseta cuando emite algún mensaje llamando a la resistencia patriótica o con casco y chaleco antibalas cuando se pasea entre sus tropas. Estados Unidos se ofreció a sacarlo del país y el hombre, muy dignamente, se negó porque considera que el capitán debe hundirse con su barco: todo lo contrario de lo que hizo Puchi al salir pitando tras citar a sus secuaces en el curro en cosa de un par de días, un encuentro al que no tenía la menor intención de presentarse porque la responsabilidad bien entendida empieza por uno mismo.

Compararse con lo primero que se encuentra es ya una tradición del lazismo. Desde que empezó el prusés, sus cabecillas han comparado Cataluña con un montón de sitios que no tienen nada en común, de Kosovo a Dinamarca, pasando por Lituania y, si me apuran, el islote de Perejil. Ahora toca Ucrania, pero esta vez la comparación resulta demasiado sangrante. Mientras en Cataluña el Liante Máximo salía pitando y sus funcionarios se plegaban sin chistar al artículo 155, en Ucrania el líder da la cara y la ciudadanía coge el fusil para repeler la invasión. Pero en vez de pensar en asuntos tan desairados, siempre es mejor tomarla con unos inmigrantes que solo hablan uno de los dos idiomas de Cataluña, ¿verdad? ¿Tanto les costaba sacarse el nivel C de catalán, dejar de hacer el ñordo y pedir solidaridad en la lengua adecuada? Un poco de agradecimiento a la tierra de acogida, ¿no?