Los que vivimos en el Eixample barcelonés carecemos de ese orgullo de barrio que distingue a los habitantes de Sants, Horta, Poble Nou, Sarrià y, sobre todo, Gràcia, donde todavía queda gente de esa que, cuando abandona su hábitat natural, dice que baja a Barcelona (los catalanes de verdad siempre suben o bajan, mientras los mestizos nos limitamos a ir y a venir). Gràcia está llena de gente que cree (o hace como que cree) que aún vive en el pueblo que fue su barrio antes de convertirse en una zona más de la ciudad. Les sucede a sus habitantes de la tercera edad, pero también a los recién llegados, que, a los dos días de instalarse, ya se consideran de Gràcia de toda la vida. Y nada gusta más a unos y a otros que celebrar su fiesta mayor a mediados de agosto, con sus calles decoradas de un modo que va de lo entrañable a lo ridículo –la más espantosa suele llevarse el premio gordo, que nunca he sabido en qué consiste, pero dudo que sea dinero, ya que lo de las calles engalanadas se distingue por un presupuesto tan reducido que, unido a la falta de imaginación de quienes las diseñan, arroja unos resultados estéticos que se pueden considerar prácticamente como peligrosos ataques sensoriales al ciudadano—, sus vecinos sacando la silla a la calle para tomar el fresco –que suele brillar por su ausencia—, sus comidas populares bajo guirnaldas y una cierta sensación de superioridad con respecto a los que vienen de otros barrios para apuntarse al jolgorio.

Creo que no he puesto los pies en la Festa Major de Gràcia desde que tenía veintitantos años, y solo cuando no me había largado de la ciudad por disponer de un presupuesto tan escaso como el de los responsables de las calles engalanadas. Recuerdo una masa de gente con la que te rozabas permanentemente y una sudoración que se incrementaba con cada cerveza que te apretabas. ¿Pero qué podías hacer cuando eras joven y dipsómano? Te habían cerrado tus abrevaderos favoritos y, te pusieras como te pusieras, sabías que ibas a acabar la noche en Gràcia. Cuando por fin te ibas a casa, lo hacías sudando como un gorrino y no sabías qué hacer con la ropa que llevabas puesta, si echarla a la lavadora o, directamente, prenderle fuego.

¡Y eso era antes de que se apuntaran a la fiesta ciertos sectores alternativos de la sociedad que ya llevan tiempo campando por sus respetos! Me refiero, claro está, al colectivo de borrachos con causa: okupas, independentistas, falsos antifascistas y demás racaille (como diría Sarkozy), que enseguida se ganaron la enemistad de los yayos y yayas de Gràcia, genuinos representantes del espíritu de las fiestas del barrio. Nacieron así las fiestas alternativas, con su propio pregón y sus propios fiestorros en ateneos libertarios, casas okupadas y demás tugurios teóricamente socioculturales. La convivencia no ha sido fácil, especialmente el año en que los alternativos destrozaron las decoraciones de las yayas, consiguiendo que uno no supiera qué resultaba más ofensivo, si el propio engalanamiento o su destrucción. Y es que antes de que aparecieran los alternativos, en las fiestas de Gràcia solo nos meábamos donde no debíamos los visitantes de otros barrios, ¡y únicamente cuando no podíamos más!

Yo diría que los alternativos son los principales responsables de haber convertido unas fiestas algo tontorronas, pero inofensivas, en una ocupación seudodionisíaca del espacio público, aunque con más sátiros que ninfas. La suciedad y las vomitonas se han multiplicado de manera exponencial, las yayas no pueden dormir por culpa de esos botellones en las plazas que no terminan hasta que –si hay suerte— la Guardia Urbana los disuelve a porrazos, se montan unas tanganas impropias de un pueblecito cuyos habitantes bajan a veces a Barcelona…

Ahora solo me planto en Gràcia para ir a los cines Verdi o para visitar a algún amigo que viva en el barrio. Como devoto de la cuadrícula de Cerdà, nunca he acabado de verle la gracia a Gràcia, por cuyas calles siempre acabo perdiéndome. Cuando llegan las fiestas de agosto, ni me acerco (si es que estoy por la ciudad). Y si me nombraran concejal de Urbanismo, ordenaría la demolición del barrio (dejando en pie los Verdi y algunos restaurantes) para convertirlo en esa especie de Central Park que tanto necesitamos los habitantes del Eixemple, aunque carezcamos de ese sentimiento tan entrañable y tan cuqui que es el espíritu de barrio.