Escribo estas líneas a pocas horas de la llegada del huracán Leslie, o lo que quede de él, a Barcelona. Poniéndome la venda antes de la herida, ya visualizo el desastre. Barcelona, suelen decir los políticos, es una ciudad que no está preparada para los excesos de la naturaleza. Lo grave del asunto es que esa excusa ya se utilizaba en la época de Porcioles, de la que han pasado los suficientes años como para que nos tomemos la lluvia en serio. Por el contrario, cada vez que cae más agua de la soportable, esto se convierte en un caos: se inundan los bajos de los edificios, se inunda el metro, se caen los árboles, se estropean los semáforos y suceden todo tipo de cosas que no pasan en lugares sometidos a climas rigurosos. Es que en esos sitios están más preparados, nos dicen los políticos. Y se quedan tan anchos.

La lluvia en Barcelona es como esa basílica gaudiniana que no se acaba de construir jamás. O como esas zonas que uno siempre ha visto en obras, al parecer interminables (pienso en las plazas de Lesseps o de las Glorias). Es algo inefable, inevitable, que se encaja estoicamente como si fuésemos trogloditas que miran al cielo preguntándose qué habrán hecho para que Dios la tome con ellos de esa manera. Cierto es que nunca se producen tragedias como la de Mallorca de los últimos días, pero sí una serie de molestias que tal vez podrían evitarse si alguien se las tomara mínimamente en serio. Quien lo hiciese podría incluirlo en su programa electoral, incidiendo en que, si ciudades mucho más lluviosas que Barcelona evitan el caos de estar por casa que se instala entre nosotros cada vez que caen ocho gotas en vez de cuatro, con mayor motivo podríamos nosotros evitar los desastres de rigor. Si las alcantarillas no tragan, ¿no se podría hacer algo para que sí lo hicieran? Si los bajos se inundan, ¿no se podría evitar de alguna manera? Si los apagones te dejan a oscuras, ¿no iría siendo hora de revisar la red eléctrica?

Son sugerencias razonables y ajenas tanto al prusés como a la tradicional pugna entre la izquierda y la derecha. Se basan en el sentido común, pero eso no debe ser suficiente. Como la catástrofe es un poco de chichinabo y no suele durar mucho, optamos por el fatalismo del troglodita y esperamos que no se repita, aunque no hagamos nada por evitarla. Tal vez porque es un tema políticamente inservible. O tal vez porque la prevención es para los de Oslo y Estocolmo, donde llueve, nieva y hace un frío que pela. ¡Que prevengan ellos! Aquí, a pasar la fregona y aire, que enseguida sale el sol dispuesto a alumbrar la gallardía de nuestros hombres, la belleza de nuestras mujeres y el empoderamiento de nuestros transexuales. Como si fuésemos españoles, vamos.