Uno de los espectáculos más asombrosos del adelanto electoral de abril, que parece condenado a reproducir exactamente lo que en diciembre ocurrió en Andalucía, es la facilidad con la que muchos políticos –y sus asesores galácticos– se engañan a sí mismos. Sánchez I, el breve, va diciendo que la famosa foto de la plaza de Colón –tres derechas, una sola España– es el mejor argumento para imponerse sin problemas en las próximas generales, donde este presidente parlamentario, que nunca ha sido votado directamente por los ciudadanos, y que hasta ayer mismo aspiraba a permanecer en la Moncloa hasta 2020, se juega el ser (algo) y no ser (nada). El mensaje es nítido: “O nosotros o los reaccionarios de las tres derechas”.

Hay también quien confía en una movilización masiva de ciudadanos progresistas que signifique para los socialistas un renacer político que entierre, de una vez, la era de los antiguos patriarcas de Suresnes. Que Dios les conserve su sentido del delirio. Se equivocan de extremo a extremo. La España progresista, desde que empezó esta crisis que ha sobrepasado ya la década, sencillamente no progresa. Retrocede. Las derechas han dejado de dar miedo porque el pánico al porvenir es infinitamente superior. Y, frente a lo que sostienen algunos ilustres colegas de Madrid, cuyas fuentes parecen ser los argumentarios de quienes les pagan o les buscan acomodo en las tertulias, el movimiento telúrico que conduce la política española ya no es positivo y previsible, sino quebrado y fruto del hartazgo.

En abril tenemos pues más opciones de volver a vivir cómo la ciudadanía da un patadón al tablero político que de ver una revuelta social de los españoles de izquierdas, decepcionados no tanto por el ascenso de las derechas, sino por el injustificable abandono de los suyos. Desde Madrid oímos los cuentos de siempre, pero lo que sucedió en Andalucía a finales de 2018 es el augurio de lo que va a pasar en España esta primavera si Vox, como ocurrió en el Sur, logra porcentajes de voto cercanos al 10% en muchas circunscripciones. Los ultramontanos pueden llegar, si los astros les son propicios, a superar al PP.

Las apelaciones al voto útil de los socialistas se antojan más utópicas que realistas. La coyuntura política está marcada por la incierta fragmentación y la desconfianza ecuménica. Susana Díaz se hundió por sus indudables méritos –no fue, en absoluto, por Cataluña– y porque los votos que perdió se esfumaron. Ninguno benefició a la alternativa de izquierdas que formaban Podemos e IU. Los socialistas fueron los más votados pero no pudieron conservar San Telmo. No tenían ni números, ni socios. El escenario al que se enfrenta Sánchez es parecido. Las encuestas le dan una ventaja virtual de partida, pero amenazada por el tridente conservador. ¿Con quién va a sumar Sánchez? Con Podemos y los nacionalistas, salvo que Cs (lo cual no parece probable) cambie de posición.

De los primeros lo que cabe esperar es su hundimiento tras el viraje ideológico hacía adentro al que Iglesias ha conducido al partido. De los segundos, quizás los más felices con el adelanto electoral, podríamos augurar que mantendrán sus posiciones. Para ellos una victoria de PP-Cs-Vox, con otra suspensión de la autonomía, daría verosimilitud a la caricatura de España que pregonan en el exterior. Y justificaría su propaganda victimista. Sánchez insiste en que su objetivo es ocupar el centro que Cs ha dejado vacío. Lo llamativo es que para hacerlo sus únicos apoyos proceden de partidos extremistas en lo ideológico o en lo territorial. Nadie repara en lo evidente: en una España polarizada el centro político no existe porque todo el mundo se refugia en uno de los dos extremos. Sánchez puede estar caminando hacia el vacío.