La principal incógnita de la inminente sentencia del Supremo sobre el prusés, cuyo contenido conoceremos dentro de unos días, no es realmente la decisión judicial sobre la culpabilidad de los políticos independentistas que han sido encausados por violar la Constitución, bajo cuyo amparo ejercían sus magistraturas institucionales, sino si este fallo supondrá el penúltimo acto --damos por seguro que el postrero será el recurso ante Estrasburgo-- de esta interminable tragicomedia que tiene paralizada la política española desde hace un lustro. 

Los indepes, con su proverbial sentido del narcisismo, ese sentimiento que les induce a creer que todo el orbe está pendiente de lo que les pueda suceder, aspiran a revivir la gigantesca algarada del 1 de Octubre con una gran marcha sobre Barcelona inspirada en los característicos rituales del temprano fascismo italiano. Así debe entenderse la última llamada --¿a la desesperada?-- a la desobediencia civil de Torra y el régimen de intereses que componen las distintas marcas políticas separatistas, que compiten entre sí para recoger las peras del olmo pero nunca sacuden sus ramas directamente para evitar las consecuencias de su rebelión Chanel

Que las élites políticas catalanas que agitan este cuadro siniestro son mayormente cobardes no supone ninguna novedad, aunque pongan siempre cara de mártires cristianos antes de salir al Circus Maximus. Está por ver, sin embargo, si en esta ocasión la fiesta de la destrucción patriótica que nos tienen preparada, con su azufre, su fuego y su inclemencia irá a alguna parte. No tanto porque no se produzcan disturbios –la dimisión del último responsable de los mossos no augura nada bueno–, sino porque, aunque ocurran, sus verdaderas expectativas ya no son --ni de lejos-- equivalentes a las de antaño. 

El contexto ha cambiado por completo. Y no se debe a las elecciones de noviembre. Obedece a otra cosa: una crisis de credibilidad. Los ingenuos que creyeron que la independencia estaba al alcance de los dedos ya saben perfectamente --aunque se resistan a asumirlo-- que el camino de la rebelión colectiva no tiene salida. Todos imaginaron el 1-O, inducidos o por voluntad, viene a dar lo mismo, como un nuevo principio, el gran amanecer cósmico, el hito fundacional, la constelación planetaria suprema, la piedra de su iglesia. Ahora saben --y por eso amenazan con salir para incendiar las calles-- que se encuentran en el tramo final de un trayecto hacia ninguna parte. 

Ni siquiera sus patricios se atrevieron a mantener su desafío desde el Parlament. Unos, huyeron; otros se retractaron, todos apelaron a la simbología como coartada para diluir la trascendencia de sus actos; bastantes de ellos no se han recuperado de la pedagogía carcelaria --pese a contar con privilegios-- y la mayoría cree que de lo que se trata ahora no es de lograr la ansiada desconexión, sino de que su causa no muera a manos de ese asesino infalible que es el desengaño. Mientras más llaman al alzamiento, menos convicción muestran. A falta de un ejército recurren a los CDR y practican la retórica batasuna, una combinación desesperada. Intuyen que si cae definitivamente el telón --y los procesados son condenados con argumentos sólidos-- no habrá quien lo vuelva a levantar durante años. 

Las veladas de Monserrat, que adelantan lo pavorosa que sería su república amarilla, expresan, sin quererlo, esta desesperación íntima. El 155, a pesar de su efímera vigencia, tuvo un indudable efecto moral. Tras décadas de libertinaje político absoluto por incomparecencia del Estado, y licencia para despreciar la generosidad con la que se configuró el modelo autonómico, han descubierto que las dimensiones del escenario de esta comedia no son infinitas. Están a un paso de caminar sobre el vacío y pisar las cabezas de su propio auditorio, que en el fondo ha dejado de creer en los comediantes que hasta ahora lo entretenían. 

Puede que salgan del teatro destrozando las sillas, los palcos y hasta el gallinero, pero sin público, y sin la suspensión de la incredulidad que necesita cualquier ficción, no hay actor capaz de encarnar nada con un mínimo de éxito. Entonces es cuando la función dramática llega a su fin. Éste es el pavor que los agita: que, tras la resolución del Supremo, el telón caiga definitivamente, la vida retorne a su rutina y los capitanes de su epopeya vuelvan a convertirse en lo que siempre fueron: seres vulgares, intercambiables, prescindibles, como todos.

Ante la luz medieval de las antorchas todas las utopías regresivas parecen indestructibles. En cambio, no hay escenografía artificial que aguante la higiénica luz del patio de butacas cuando, tras la función, nos señala el final del espejismo e indica que es hora de volver a casa y dejar a los santos en su hornacina y a los héroes (y a los mártires) encerrados dentro de su mitología.