El símil lo refiere Gustavo Bueno, el último escolástico impertinente del pensamiento español, disciplina en la que nunca hemos estado sobrados de referentes, a cuenta de Rockefeller, el magnate norteamericano, que decía que para hacerse rico y triunfar en la vida –en modo materialista– es preciso cumplir dos condiciones. Primera: saber hacer las cosas. Segunda: hacerlas. En la simpleza del razonamiento reside su encanto. El hombre contemporáneo piensa que la ciencia es capaz de arreglarlo todo. Lo único que tiene de cierto esta creencia es que, en algún momento, alguien realmente descubrió cómo hacer una cosa con perfección y, huyendo del miedo y la prudencia, probablemente en contra del criterio general, la hizo. A continuación, transmitió su experiencia a un semejante.

En el origen de este proceso –que es una combinación de intuición y raciocinio– siempre habita una pregunta. Un interrogante que no presupone ninguna respuesta, sino que la busca. Esto, y no otra cosa, es la Filosofía, ese saber –dicen que inútil– que el Gobierno ha decidido relegar en el nuevo currículo académico de la educación obligatoria, al considerarlo un saber prescindible, secundario y vetusto cuya difusión puede ser decidida por las autonomías. No es que nos extrañe, la verdad: de un tiempo a esta parte cada vez son más los indicios, casi diríamos certezas, de que la idiotez –el nombre piadoso de la mala fe: uno puede ser idiota sin desearlo– ha ganado su particular guerra cultural y domina por completo el panorama atmosférico.

Moncloa niega que no se vaya a estudiar Filosofía en las aulas, pero basta haber leído a cualquier pensador serio –los veteranos tuvimos la fortuna de ser educados en la duda– para caer en la cuenta de la falsedad de tal afirmación: hacer optativa una disciplina implica desvalorizarla, al considerarla prescindible. Con la Filosofía empieza a suceder lo mismo que con el latín y el griego: el paradigma del pensamiento único –ese oxímoron– ha decidido que son saberes sin rentabilidad (económica) y, por tanto, merecen la extinción. ¿Cómo? Cortando la sucesión que permite que una generación enseñe a la siguiente los tesoros culturales de sus ancestros. El pasado –deberían ustedes saberlo– no es más que una cosa muerta, un lápida sobre un túmulo, aunque sea el único procedimiento válido para entender el presente.

Bertrand Russell, matemático y filósofo, lo expresó con maestría en un ensayo de 1912 –The Problems of Philosophy– al referir que un hombre, sin barniz filosófico, camina por la vida “prisionero de los prejuicios que se derivan del sentido común, de las creencias habituales en su tiempo y en su nación y de las convicciones que han ido tomando forma en su mente sin la cooperación o el consentimiento de un razonamiento deliberado”. Es la misma tesis de Bueno: la función de la Filosofía no consiste en hacer, sino en deshacer las doctrinas, las ideologías mundanas, los dogmas religiosos y las creencias tribales.

La paradoja –sin duda asombrosa– es que mientras algunas prestigiosas escuelas de negocios recurren a la historia del pensamiento para mostrar a sus alumnos la importancia de un análisis intelectual riguroso (incluso para ganar dinero) en la educación pública, un servicio que pagamos todos, tengamos hijos o no, un alumno que no curse el bachillerato va a salir de las aulas sin conocer que todo el saber acumulado por el ser humano a lo largo de su historia procede de la duda, la formulación de preguntas, el sentido de la impertinencia.

Se trata de una ley de hierro: los grandes responsables del hundimiento de la educación en España son los pedagogos. Los segundos, los políticos. No son categorías excluyentes: muchos políticos proceden de la carrera docente, esa patología que exige el asentimiento de un público cautivo y desarmado. Gustavo Bueno, que distinguía entre las opiniones y los argumentos –las primeras no valen nada; los segundos son capitales– siempre advirtió que el escudo con el que cuenta una civilización frente a las mentiras  –la religión, la patria, la dictadura de lo políticamente correcto– es la Filosofía, el arte de cuestionar lo que otros nos presentan como hechos infalibles.

La verdad, va de suyo, siempre es un material incandescente, peligroso, potencialmente problemático. De ahí que el poder, cualquiera que sea, prefiera el adoctrinamiento en las aulas en vez de administrar un antivirus intelectual del mundo. Le pasa a la derecha. Y se repite en el caso de las izquierdas (destiladas), que continúan ancladas en esa mitología que vincula sus postulados con la Ilustración. Una izquierda que se cree bondadosa, predica la igualdad sin renunciar a sus privilegios (personales) y es incapaz –generacionalmente– de aplicarse el sentido crítico que exigen a los demás ha decretado que la educación es un proceso de autoconocimiento (a la carta), pero suprime la disciplina que dota a los alumnos de herramientas para conseguir este objetivo, condenando a las nuevas generaciones a formar parte de un ejército de replicantes, incapaces de desafiar el catecismo de la era digital.

Es la Filosofía la que evita la manipulación política, impide la polarización ideológica y, al cabo, facilita el ejercicio de la verdadera democracia. “El problema de la humanidad” –escribió Russell– “ es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de duda. Atenas condenó a muerte a Sócrates, el hombre más sabio de la Hélade, con una mayoría cualificada decidida en un tribunal. Una decisión con respaldo popular –y populista– que evidencia hasta qué punto el dogma asambleario puede conducir a una sociedad al suicidio colectivo.

¿Cuál fue la falta de Sócrates? Hacer preguntas, fomentar entre la juventud el ánimo para establecer sus certezas y pensar con independencia. Se parece mucho a lo que hacen los profesores de Filosofía en los institutos. “¿Para qué sirve la Filosofía?”, le preguntaban a Bueno. “Para que no nos engañen”, respondía. Para pensar con sentido. Para ser intelectualmente libres. Para repetir el parlamento de Stephen Dedalus en el Ulysses de Joyce: “No colaboraré nunca más con aquello en lo que no creo, ya se llame mi hogar, mi patria o mi iglesia”. Para poder decir lo mismo que Lucifer ante Dios: Non serviam.