Estos días, recorre la red una frase de Kennedy muy ilustrativa de su habilidad para verbalizar sentencias famosas, aunque también razonables: "Se puede ganar con la mitad, pero no se puede gobernar con la mitad en contra". El teórico de la nueva frontera ganó su presidencia por los pelos y nunca sabremos si hubiera sido capaz de revertir la división electoral americana. En todo caso, aquella afirmación parece hecha para la Cataluña de casi sesenta años después, aunque haya que cambiar "gobernar" por "secesionar".

Hay una mayoría aritméticamente sólida para un gobierno independentista, nacida de una casi mayoría electoral proyectada favorablemente en número de escaños por una ley española proclive a cierta injusticia. Hay una urgencia indiscutible para acelerar su formación para levantar el ominoso 155 o para aprobar una ayuda extraordinaria para que TV3 pueda hacer frente al pago de los 167 millones por el IVA exigido por Montoro, salvo que alguna mente luminosa de JxCat esté pensando en la privatización de los medios de la CCMA a partir del grave impacto financiero y de contenidos de este episodio. Hay mayoría, pero también está Puigdemont y su exigencia de ser investido presidente sin correr el riesgo de ser detenido por la causa abierta en el Tribunal Supremo.

La cuadratura del círculo siempre ha sido cosa de soñadores de lo imposible. Unos tipos simpáticos y estupendos siempre que no pretendan ser presidentes del Gobierno. Y ahí estamos, con el país pendiente de ponerse en marcha desde hace más de dos años, con sus indispensables socios republicanos aturdidos por el fracaso electoral, todos embobados ante la perspectiva del surrealismo institucional de un presidente elegido en su ausencia. Una apuesta muy inteligente para conseguir nuevas suspensiones del Tribunal Constitucional; una esperanza para convocar de nuevo a la movilización de la mitad del país. Puigdemont no tiene prisa, como tampoco tiene ningún programa de gobierno conocido, más allá de buscar el viento propicio para el ondear de la estelada.

Un país en manos de los gestores de las esencias y militantes del conflicto tiene un atractivo muy limitado, salvo para los seguidores de banderas, por supuesto

La hemeroteca nos puede convencer de la posibilidad de que un país siga viviendo y creciendo al margen de su gobierno en fase de desgobierno, más aun cuando este no dispone de todos los instrumentos de política económica como es el caso de la Generalitat. Los largos periodos de inestabilidad italiana, las negociaciones inacabables de los partidos belgas para formar un ejecutivo o la reciente experiencia española de repetición electoral permitirían sustentar un moderado optimismo. De lo que no hay experiencia a la que acudir, porque no es habitual en ninguna parte, es del escenario del desgobierno provocado por el propio Gobierno o por su mayoría parlamentaria, interesados específicamente en recorrer una larga marcha a lomos del conflicto y seguidos únicamente por la mitad de la sociedad.

Casi nadie recuerda una decisión gubernamental de la Generalitat o una iniciativa del Parlament, salvo las recurridas ante el Tribunal Constitucional por el gobierno Rajoy. Y la perspectiva del año nuevo no inspira ninguna confianza. Más bien todo lo contrario. La mayoría independentista reeditada por las urnas presenta una gran novedad y apunta a la confirmación de una sospecha. Lo nuevo es la distorsión institucional personalizada por los planes de Carles Puigdemont. La vieja sospecha es la irresistible levedad política de ERC, prisionera de un miedo paralizante a ser señalada como obstáculo al cálculo improbable de Puigdemont.

Un país en manos de los gestores de las esencias y militantes del conflicto tiene un atractivo muy limitado, salvo para los seguidores de banderas, por supuesto. Un país instalado en la dinámica de la derrota, cantada por los poetas de la causa como una epopeya imparable hasta alcanzar la victoria, es una pesadilla colectiva. Otro año sin gobierno de la realidad, dedicado en exclusiva a mantener la tensión identitaria con otro gobierno partidario de administrar silencios políticos y agresivas intervenciones legalistas va a resultar insoportable. Feliz año.