Podría ser una simple anécdota, uno más de esos enfurecidos tuits que inundan las redes sociales en período electoral. Las palabras, sin embargo, no son inocuas. Y, cuando son vertidas por responsables políticos, devienen el síntoma de algo más profundo. Es el caso de Josep Costa, vicepresidente primero del Parlament de Cataluña y miembro destacado de JxCat, que escribía hace un par de días: "El Mal es Illa y el PSC, cuando dicen que debemos pasar página de los últimos diez años". El Mal. El adversario deja de representar una opción política legítima para convertirse en el enviado de un inframundo tenebroso. El candidato socialista no es humano... y constituye una amenaza para quienes sí lo son. Eso no lo dice un pobre ignorante supersticioso, sino todo un jurista y profesor de teoría política. Tanto si se trata de un delirio sectario como de un frío cálculo político, semejante aseveración cancela la racionalidad democrática; apela a la visceralidad, a temores e impulsos primarios. Populismo en vena. Violencia latente.
El problema es que no se trata de un caso aislado, ni tampoco desconectado de determinadas corrientes sociales. La candidatura de JxCat está plagada de personajes que encarnan una virulenta radicalización del sentimiento nacional. Es una derecha extrema cuya frontera con la extrema derecha aparece cada día más desdibujada. Su cabeza de lista, Laura Borràs, escéptica por cuanto se refiere a las vacunas, fue una de las promotoras del Manifiesto Koiné, que designaba a los emigrantes procedentes de otras regiones de España como "colonos del franquismo". Una tesis que suscribe con entusiasmo el número dos de la lista, Joan Canadell, seguidor de las tesis del Institut Nova Historia acerca de la catalanidad de Cristobal Colón, Leonardo da Vinci, Shakespeare o Cervantes, cuya magna obra habría sido traducida torticeramente al castellano, ocultando el original catalán. Es cierto que un personaje como Josep Sort tuvo que retirarse de la candidatura tras llamar a la alcaldesa de Barcelona "puta histérica española". Pero, aunque más comedidos en sus manifestaciones durante la campaña, no le van ideológicamente a la zaga otros miembros de la lista.
Conspiraciones, oscurantismo... y una inquietante concepción de la democracia, según la cual las mayorías tendrían un poder irrestricto. Produce escalofríos imaginar un Parlament tensionado entre esta gente --que no desmerecería entre los adeptos de Trump-- y Vox, si se cumplen los vaticionios de las encuestas. No menos inquietante que una Generalitat trenzada con esos mimbres: la independencia no figura en la agenda de nadie; pero una estéril conflictividad con el gobierno de España volvería a estar a la orden del día, en medio de un contexto económico y social tremendamente complejo. Y eso es algo que podría suceder. Por la misma razón que, a lo largo de los últimos años, partidos e instituciones civiles se han visto sacudidos por la crisis del orden global, las sociedades también han experimentado cambios. Hay una dialéctica entre la sociedad y sus nuevos representantes. Se asemejan más de lo que nos gustaría creer. A pesar de los fracasos y las mentiras, por emotividad o por lo doloroso de un balance del "procés", una parte de la ciudadanía seguirá brindando su apoyo a un aventurero como Puigdemont. Su lista podría incluso resultar la más votada o la ganadora en escaños, por la combinación de cierta desmovilización del voto metropolitano y la sobrerrepresentación de las comarcas interiores. En cualquier caso, la derecha nacionalista inspira un miedo cerval a ERC.
Todo el mundo mira hacia los de Junqueras. Si la aritmética parlamentaria lo permitiese, ¿se atrevería ERC a desmarcarse del bloque independentista para favorecer, bajo una u otra fórmula, una alternativa de izquierdas con Comunes y socialistas? Aún descontando las bravuconadas de campaña, y por mucho que ese giro sea lo más razonable, ERC no lo tiene fácil para acercarse al "eje del mal". Es, ante todo, el partido de la pequeña burguesía nacionalista; acabará inclinándose en un sentido u otro en función de la correlación de fuerzas que se establece entre la derecha tradicional --hoy encarnada por esa mutación etnicista y xenófoba del "gen convergente"--, por un lado, y las fuerzas progresistas, vinculadas al movimiento obrero y a las clases populares, por otro. Las bases de ERC han sido genuinas protagonistas de la hipérbole del "procés", se han embebido también de populismo. En gran medida, comparten extracción social y psicología con sus dirigentes. Empujarán naturalmente a una nueva alianza con los hermanos enemigos.
El problema es que la izquierda social y federalista ha quedado muy debilitada como fuerza organizada, a pesar de que Salvador Illa recoja hoy el sentimiento de todos aquellos sectores sociales que querrían encarar una nueva etapa. ¿Será eso suficiente para hacer bascular la situación el 14F? De nada servirán argumentos, ni sermones. Para que ERC cambiase de perspectiva sería necesario, en primer lugar, que ganase el pulso a JxCat, haciéndole el anhelado sorpasso. Se requeriría, además, que no hubiese posibilidad matemática de conformar una mayoría independentista. Y que la primera fuerza de la izquierda venciese con una incontestable rotundidad, postulándose a liderar una mayoría de progreso. Pero ni siquiera semejante conjunción astral garantizaría por sí misma la superación del bloqueo. La clave residirá en las proporciones. Todo dependerá de la fuerza con que se manifiesten las tendencias que bullen en el seno de una sociedad irritada, voluble y desorganizada. Sin ir más lejos, la dificultad para formar mesas electorales no expresa tanto un temor desmedido al contagio como la devaluación de la democracia entre la ciudadanía. El 14F dibujará el mapa político de una posible gobernanza --o del marasmo institucional-- de Cataluña, con grandes repercusiones en la política española. Pero estos comicios serán también, quizá, sobre todo, una radiografía de la propia sociedad catalana. La democracia se halla en una situación de gran vulnerabilidad.