El Ayuntamiento de Barcelona ha contratado a la consultora Deloitte para que gestione una flamante oficina municipal dedicada a “simplificar” los trámites a los ciudadanos deseosos de poner en marcha una empresa.

La alcaldesa Ada Colau ha descubierto así, de buenas a primeras, la sobada sopa de ajo. El caso es que desde hace medio siglo, como mínimo, se viene hablando profusamente de instaurar en las administraciones una ventanilla única que englobe todos los vericuetos burocráticos necesarios para conseguir las licencias.

Me temo que el invento de Ada va a aportar escasos cambios a la situación prevalente. Y que a partir de ahora habrá que seguir realizando las gestiones en los consabidos negociados anteriores y, además, en el que ahora se pretende abrir.

Curiosamente la misma Colau que anuncia tan genial iniciativa propinó esta semana dos golpes siniestros a la economía de la urbe que gobierna. El primero de ellos es un recargo sobre la tasa turística que cobra el Govern, con entrada en vigor el 1 de junio.

Cuando Barcelona y España entera suspiran por el retorno a nuestros lares de los visitantes foráneos, la lideresa ultraizquierdista no tiene otra ocurrencia que freírlos a impuestos. Quizás está convencida de que tal medida contribuirá a que acudan a la ciudad legiones y más legiones de viajeros.

El otro acuerdo consiste en rechazar de plano el recorte del gravamen que se exige por las terrazas de bares y restaurantes. El ramo de la hostelería es uno de los más castigados por el Covid. Pero eso semeja no importarle un pito a Ada. Su deporte predilecto desde que aterrizó en la plaza de Sant Jaume reside en engordar a ritmo exponencial el repertorio de tributos, arbitrios y gabelas que recauda el Ayuntamiento. En eso sí ha demostrado ser una consumada experta.

Ciertamente, la aventura de montar de la nada una empresa en nuestro país solo es posible si previamente se ha superado una maratoniana carrera de obstáculos oficiales. De interponerlos no se encarga sólo el Gobierno central. Le secundan con entusiasmo en esa tarea las 17 comunidades autónomas.

Entre unos y otras, la casa sin barrer. El poder político, en vez de favorecer los impulsos creadores de riqueza, los sujeta a un implacable proceso de autorizaciones y permisos. El más modesto proyecto mercantil requiere un previo peregrinaje por todo tipo de instancias y el pago de los inevitables cánones al fisco.

Los Ministerios, las Autonomías, las Diputaciones y los Ayuntamientos tienen reservada la facultad de examinar con lupa a los espíritus animosos que se muestran dispuestos a instalar centros productivos o de servicios y a generar empleos.

Frente al calvario oficinesco que hay que salvar por estas latitudes, existen modelos de todo lo contrario. Según el Banco Mundial, los países más diligentes y rápidos en tales menesteres son Nueva Zelanda, Singapur, Dinamarca y Corea del Sur. España figura en el puesto número 30 del escalafón, justo antes de Ruanda.

Entre nosotros, no transcurre un día sin que los legisladores se saquen de la manga regulaciones exhaustivas. Así lo evidencia el Boletín Oficial del Estado, que ha expelido en el último lustro nada menos que 1 millón de páginas.

A ello hay que añadir la riada de los diarios de las comunidades autónomas y de los boletines provinciales. Entre las tres capas administrativas, el año pasado vomitaron nada menos que 12.000 nuevas normas, a razón de una y pico por hora.

En vez de lanzar brindis al sol y fantasiosos planes para el año 2050, como ha hecho esta semana el presidente Pedro Sánchez, debería ocuparse en talar el frondoso bosque de los controles represivos, pues no surten otro efecto que encorsetar la actividad productora y condicionar la vida de los individuos hasta extremos inauditos.

Es imperativo que se elimine el dirigismo y la coerción pública, porque restan flexibilidad y aliento a la economía, distorsionan la óptima asignación de los factores, encarecen los recursos disponibles y siempre propenden al despilfarro del dinero de los contribuyentes.

El mal ejemplo que brinda la antisistema Ada Colau con sus descabelladas resoluciones es palmario. En esta dirigente confluyen tres características funestas para todo gobernante con mando en plaza, a saber, una arrogancia sin límites, un sectarismo rabioso y una ignorancia enciclopédica.