Carles Puigdemont es un impertinente. Lo ha dicho el portavoz del PNV, así que ya lo podemos decir también el resto de mortales. Dicha valoración escueta y contundente ha sido dirigida por Josu Erkoreka al expresidente por una exclamación suya respecto a la no aplicación del 155 cuando el terrorismo de ETA, en contraposición implícita a la permanente amenaza de su aplicación en el caso de la Generalitat independentista. Una frivolidad hiriente, despachada hábilmente por el gobierno vasco. Pero Puigdemont no es el único impertinente que nos rodea.

La actual crónica política es un compendio de declaraciones impertinentes que pueden llegar a causar angustia entre los más sensibles de todos nosotros, que esperamos conocer la sentencia del Tribunal Supremo para hacernos una idea de lo que pueda suceder. Si hacemos caso a los diversos bandos, nada bueno. Un tsunami de desobediencia institucional, una oleada de desobediencia civil (pacífica) y una sospecha de ruido provocado por los más aguerridos, por el lado del independentismo en el poder. Del otro bando, el del constitucionalismo sagrado, un 155 renovado (con todas las dudas constitucionales), una aplicación de la ley de Seguridad Nacional para hacerse con el control de los Mossos o un estado de excepción para contentar a los halcones.

Todo esto ignorando el contenido de la sentencia para los dirigentes del procés. Lo que dicen unos y otros es perfectamente posible e indeseable; son ideas que forman parte del catálogo de los horrores pensado para empeorar las cosas. Que nos lo recuerden constantemente es una impertinencia, no solo por ser una obviedad, una nimiedad discursiva, sino porque es una pérdida de tiempo y una falta de respeto a las víctimas (nosotros todos) que lo que queremos es conocer las soluciones.

En los supuestos conocidos de acción y reacción a la sentencia no hay propuesta alguna en positivo, todas, todas, son simples apuestas para complicar y retardar más el inicio de un proceso de reflexión política para atacar el conflicto catalán, tanto en su proyección interna en Cataluña como en sus consecuencias para el conjunto de España. La insistencia por limitarse a aprovechar electoralmente la coyuntura que pueda provocar la sentencia (unos clamando por tanta represión y los otros lamentando tanto desorden) podría hacernos sospechar de que en realidad nadie sabe cómo salir de fondo del contencioso.

La sospecha de un desconcierto general compartido por la clase política catalana y española se agiganta a partir de los análisis más habituales de los dirigentes políticos. Suponer que el independentismo está vencido porque el procés ha fracasado es tan gratuito e inexacto como sostener las esperanzas en una pronta descomposición del Estado español, supuestamente tambaleante por unas cuantas ruedas de prensa y unos tropezones con la justicia alemana. El independentismo está muy vivo electoralmente y socialmente, y el Estado muy preparado y predispuesto para soportar y responder cuantas ofensivas de desobediencia le lance el poder autonómico en manos independentistas.

Así que ahí estamos, desconsolados ante tanta impertinencia discursiva desarrollada con ocasión de la coincidencia de unas elecciones con la espera de una sentencia. Hay optimistas, claro, casi clandestinos, algunos enviándose mensajes cifrados en japonés, que consideran la sentencia una oportunidad. Una sentencia acorde a lo que se vivió y no a lo que se dijo que se había vivido ni mucho menos de lo que se escribió en la instrucción de lo sucedido sería un punto de partida más realista para enfrentar un plan consensuado de solución que la permanente apelación al reconocimiento de un derecho no reconocido para Cataluña (salvo que primero nos declaremos una colonia) como punto de partida para dialogar, que viene a ser tanto como decir que no se quiere hablar. Si esta sentencia fuera seguida de otras poniendo en su lugar a la actuación policial el 1-O, mejor todavía. Delimitar y reconocer los errores cometidos hasta la fecha por unos y otros podría ser el primer paso. Poner fin al alud de amenazas entrecruzadas, sería el segundo. El tercero está todavía lejos.