El simple hecho del inicio, el próximo 12 de febrero, de la fase oral de la causa abierta por el Tribunal Supremo contra numerosos dirigentes del movimiento secesionista catalán tiene una doble lectura. Por un lado es la respuesta legal y judicial de un Estado democrático de derecho ante la comisión de unos hechos supuestamente delictivos, con el enjuiciamiento de algunos de sus presuntos autores. Por otra parte, no obstante, se trata también de un inmenso fracaso, un gran fracaso político colectivo, porque la resolución de un conflicto político no debe ser necesariamente judicial sino que, por contra, puede y debe tener una solución política.

La ya demasiado larga historia del grave conflicto político que enfrenta, no ya a unos partidos ni a unos gobiernos, sino al mismo Estado español con una parte importante de la ciudadanía catalana, comenzó siendo un nuevo desafío que el nacionalismo catalán planteaba al Gobierno de España de turno, un Gobierno del PP presidido por Mariano Rajoy. Es cierto que tenía un insólito nivel de reto, ya que por vez primera en la historia se exigía la celebración de un referéndum de autodeterminación de Catalunya, a pesar de que esta exigencia topaba con lo establecido democráticamente en nuestra vigente Constitución, la de 1978, no contaba con ningún apoyo jurídico en el derecho internacional y tenía el rechazo de la Unión Europea. Frente a aquel nuevo desafío de un nacionalismo catalán que había dado el gran salto hacia el separatismo fue la callada como única respuesta, cuando no ya el puro y simple desprecio.

Hay quien dice que aquel primer desafío separatista formulado por el entonces presidente de la Generalitat Artur Mas fue algo así como un intento de respuesta contundente a la infausta sentencia del Tribunal Constitucional que invalidó gran parte del nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña, aunque lo cierto es que hasta aquel mismo día CiU había recuperado el control político de la Generalitat gracias a los votos del PP, el mismo partido que había hecho todo lo posible para lograr, a menudo recurriendo a métodos y subterfugios poco o nada legítimos, la declaración parcial de inconstitucionalidad de un Estatuto que la ciudadanía catalana había refrendado con sus votos después de su aprobación por las Cortes Generales. También los hay que sostienen que la verdadera causa de aquella sorprendente mutación que llevó al nacionalismo convergente al campo del secesionismo fue un intento de creación de una densa cortina de humo detrás de la cual se pudieran ocultar tanto los drásticos recortes sociales emprendidos por el Gobierno de la Generalitat presidido por Artur Mas como la enorme cascada de grandes casos de corrupción y malversación de caudales públicos que afectaban a CiU.

Durante el largo mandato de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno de España, el desafío separatista se mantuvo y no solo creció sino que lo hizo de forma exponencial, tanto en apoyo ciudadano como en provocaciones de índole diversa. La persistente inacción política de Rajoy, su tancredismo endémico, su indolencia en la gestión, contribuyeron a dar músculo al secesionismo catalán, a la vez que le envalentonaron al hacerle creer que jamás se produciría una respuesta firme por parte del Estado, fuese cual fuese la magnitud del desafío planteado. Y así llegamos a la semana trágica de principios de septiembre de 2017, a aquellas desgraciadas sesiones en las que el Parlamento catalán votó la abolición de la Constitución española y el Estatuto catalán, y todo cuanto se produjo después, desde los incidentes ante el Departamento de Economía de la Generalitat hasta la fallida proclamación de la República Catalana, pasando por el falso e ilegal referéndum de autodeterminación del día 1 de octubre y su desatinada y desproporcionada represión por parte de agentes de la policía judicial, para terminar con la huida al extranjero del entonces aún presidente Carles Puigdemont y algunos miembros de su Gobierno, así como la entrada en prisión del resto de consejeros y otros líderes secesionistas, no sin que pocos días antes, en otra jornada de locos, nadie lograra convencer a Puigdemont para que convocase unas nuevas elecciones autonómicas.

Transcurrido ya más de un año desde entonces, con una docena de políticos en en una situación de prisión preventiva tan injusta como injustificada, con otros siete políticos huidos de España, nueve más procesados y algunos más todavía investigados, está claro que el balance es catastrófico. Es un gran fracaso político colectivo. Poco o nada se ha podido avanzar desde que, con la llegada del socialista Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno de España, se abrió la puerta del diálogo político, paso previo imprescindible para cualquier clase de negociación que haga posible un pacto, algún acuerdo transaccional. Se ha llegado tan lejos, sin duda alguna demasiado lejos, que cualquier rectificación, por mínima que pueda ser, sería interpretada como una renuncia, como una derrota o, peor todavía, como una traición.

A las puertas ya del inicio de la fase oral del proceso contra algunos de los principales dirigentes del movimiento separatista catalán, se impone llamar a la sensatez, a la moderación, a la templanza y al sosiego. Vivimos, por mucho que algunos se empeñen en negarlo, en un Estado democrático de derecho y la Justicia deberá resolver una parte de este conflicto, la parte legal y jurídica, la que es de su competencia. No obstante, incluso después de este histórico gran juicio, sea cual sea la sentencia definitiva, seguirá subsistiendo un conflicto político de extrema gravedad, un gran problema de Estado que requerirá de unos y otros voluntad de diálogo para recomponer, en la medida de lo posible, los terribles destrozos causados. Quienes siempre hemos deseado que en este enfrentamiento no hubiesen vencedores ni vencidos, por desgracia, no hemos conseguido nuestro objetivo. Esforcémonos ahora a trabajar por la necesaria reconciliación nacional, en primera instancia en el interior de la sociedad catalana ahora tan fracturada y troceada, y también entre esta ciudadanía catalana y la del resto de España. Únicamente de esta manera podremos lograr  recuperar una convivencia ordenada, justa, pacífica y democrática.