Ya es un himno del flamenco-pop. Malamente, más que una canción, me pareció una aparición comparable a Al vent de Raimon, en los años de silencio. La voz de Rosalía es un bofetón en la mejilla mofletuda del ciudadano rampante en la era del procés; es una lluvia de pasión; son ráfagas sobre la ciudad dormida. ¡Despierta!, dijo Raimon alusivamente, con su acento valenciano y su voz en grito El vent, la cara al vent, les mans al vent… en fin, toda una hostia a la autocomplacencia, en tiempos de sopa de galets y arrumacos de las tietas.

Rosalía, por su parte, más de medio siglo después, dispara el flamenco que le sale, aunque no tiene raíces andaluzas ni flamencas. Tampoco tiene nada de trap, como ella misma se encarga de aclarar cada vez que puede; si acaso, practica el tra, tra de las medio palmas en la seguiriya de calle, de patio o de café concierto, cuando los bailaores y guitarristas celebran jaleos improvisados, las jam sessions del flamenco gitano. En la Sant Esteve Sesrovires natal de Rosalía Vila Tobella deben saber algo de todo eso o por lo menos, esa población-industria, llena de almacenes y garajes, aporta el origen de la fusión urbana de la cantante. Ella es la señalada poligonera, hermana menor de Inés Arrimadas, ambas chonis, como aquel que dice charnegas, para mala gente en desvarío que nos gobierna, como Roger Torrent (cabeza hueca del Parlament y exalcalde cosmopolita de Sarrià de Ter, catedral de la Torres Hostench, promisión de Higini Torres Majem, aquel ignoto mal pagador que quebró el Banco de los Pirineos) o como el profesor Germà Bel, oriundo del sur del Delta, un converso que abandonó las matemáticas por el cancionero procesista (eso sí, con millones de libros en Amazon).

Rosalía, cantante catalana / Pepe Farruqo

Rosalía, cantante catalana / Pepe Farruqo

Malamente es la canción introito del álbum El mal querer, con el que Rosalía mata de un fogonazo cualquier vestigio de duda sobre su calidad. La pieza fue pensada como una zambra mora y acabó  en interludio inspirado en un libro occitano del siglo XIV, titulado Flamenca, leído por Rosalía en catalán --bendito seas bilingüismo-- sobre una historia de un amor tóxico entre un hombre posesivo, que encierra y maltrata a su esposa. Pero eso, ustedes ya lo saben, porque es la storytale de una ópera prima que ha dado la vuelta al mundo en pocos meses, gracias a Youtube y a Sony, la discográfica del álbum.  

La cultura catalana que se expresa en castellano es tan nuestra como quieran los consagrados, estilo Núria GrahamEstopa, Isabel CoixetEduardo Mendoza, Gabi Martínez, Sílvia Pérez Cruz y Maria Arnal, como suele decirse, más o menos, por este orden; y añado a Juan Marsé, Goytisolo o el mismo Serrat que, como recordarán, tuvo que interrumpir, hace pocos días, su concierto Mediterráneo porque un cara-bobo le gritó desde el aforo aquello tan falangista de cante usted en cristiano, pero dicho a la manera del procés: “¿Por qué no canta en catalán?” De los niños del processisme lecciones ni media, que ya hemos aguantado demasiada mandanga. A los irredentos de imponer su letanía, les convierto en blanco del grito circense del gran Salvat-Papasseit: “Escupiu a la closca pelada del cretins” (Marxa nupcial). Tengo comprobado que, cuando les aplicas su propia medicina, se desfondan.

Fue el pasado mes de mayo cuando salió la canción que sitúa a Rosalía en el cielo de la fusión, gracias, dicen los músicos, al uso del la sostenido porque desnuda al resto de la composición, le ofrece distancia, sonido opaco como el que necesita el flamenco impostadamente difuso, truco legítimo del embrujo digital en el que germinan las piezas de la cantante. Su arte flota, no vive pegado a una génesis determinante; el arte con el que Rosalía expresa el desgarro del cante es simplemente líquido, contemporáneo. Y los que le exigen que se despegue de la tradición no saben que Picasso o Kandinski, antes de inaugurar su propia vanguardia, pasaron por el naturalismo, el romanticismo, el realismo, la escuela de Flandes, el decó, el expresionismo, etc. Y todo lo que pudieron incorporar a su aprendizaje.

No había entrado el pasado verano cuando la acusaron de “apropiacionismo cultural” y de cantar “con acento robado”. Ser catalana, paya y mujer es por lo visto una mala mezcla en el flamenco. Hasta que llegaron las manos salvadoras, que la reivindican hoy como artista cenital en el debate sobre la identidad cultural en sociedades como la nuestra, “mutantes y abiertas en canal por las redes sociales” (Andreu Claret). Cuando le hablan de cosas feas, ella utiliza verdades demasiado indiscutibles: la rumba catalana, Carmen Amaya o Miguel Poveda y, si rascas, salen Manolo Caracol, Perlita de Huelva, las coplas de Carlos Cano o Morente y la guitarra de Paco de Lucía. Los insensatos que la malquieren no saben cómo vibraba la ciudad culta cada vez que nos visitaba Manuel Gerena, un artista del cante hondo que le prestó parte de su destreza al mismísimo Camarón.

Han sido los gitanistas, antropólogos de vuelo corto, los que la han acusado de ponerse pestañas postizas desde un privilegio de clase. Nada de eso; ella prefigura escenarios, junta ideas de sus colaboradores y se enfrenta al escenario desde el respeto a los maestros y con el desnudo de su voz; sin micros, “como cantan los tenores y las mezzosopranos en los teatros de ópera”, en palabras bellas y benevolentes de Jaime Altozano. La voz digital de Rosalía atraviesa las mismas membranas del corazón que Juanito Valderrama cuando cantaba El Emigrante. Rosalía vino para romper y desgarrar, como los grandes; se ha hecho realidad, mal que les pese a los mandarines, a los envidiosos curators de la música ajena, rompe almas de la voz humana, atorrantes de la monoglosia.

Raimon, en el comedor de Xátiva, sonreirá si ve la comparación introductoria, entre Al Vent y Malamente, dos luchas de un mismo combate. Él sabe de lo que hablo. El auténtico arte no necesita raíces ni amarres, aunque el artista los tenga.