Otro noi de poble en el trono de la Generalitat; otro corte profundo entre una economía internacionalizada y una política de cartón blando; otro abismo entre una cultura metropolitana y una cultureta de camarilla. Y otro redundante en el mascarón de proa: Pere Aragonès, president en funciones por delegación forzosa del prófugo y por escalafón, después de la inhabilitación del interino. El nuevo número uno de la Administración autonómica no tiene despacho presidencial en el Palau, no puede disolver el Parlament y no puede convocar elecciones; además, tiene prohibido sentarse en la silla de Puigdemont, y lo peor: Aragonès no podrá pronunciar el discurso de Navidad por orden expresa de Quim Torra. Eso sí, nadie le impide hacer Els Pastorets de Folch i Torres en la parroquia de su pueblo, Pineda de Mar, allí donde su abuelo fue alcalde durante el franquismo y su padre concejal por CiU en el plenilunio pujolista. La gradación generacional de esta saga de hoteleros de playa y empresarios textiles lo dice todo: tercios familiares, nacionalismo pesetero y, finalmente, independentismo hostil de buena cuna.
El pragmatismo es la trinchera de los cobardes. Un escondite que montó en su libro Pere Aragonès, l’independentisme pragmàtic (Pòrtic), en el que viene a decir “yo soy un hombre de orden” y punto. Que gran mentira. Le recordamos jaleando el castillo de fuego a base de cocteles molotov montado por los comandos radicales en las calles de Barcelona, al conocerse la sentencia del juicio del 1-O; también jaleó la ocupación del Aeropuerto del Prat de Llobregat y las vías del AVE en Girona, los enclaves estratégicos de las arterias de comunicación. No es ningún delito ejercer la libertad de expresión, pero si es un fraude de ley para un cargo público que ha jurado o prometido la Constitución y que recibe un sueldo público.
Aragonès hereda el sello prevaricador y malversador de Torra; pero él dice que no ha “roto un plato”. Forma parte del pelotón de dirigentes iluminados que pierden la memoria después de cada delito y que denuncian la revisitación franquista medio siglo después; no se enteraron de que el Valle de los Caídos fue enterrado por la Fiscal General del Estado, Dolores Delgado, cuando era ministra de Justicia. Los de Aragonès son los que engrandecen la memoria del general cuando se pelean por el nombre de las calles, pero son tan zánganos que se dejarán meter los goles de Largo Caballero y Julian Besteiro, en Madrid. Y siempre podrán decir: al fin y al cabo, eran españoles.
El joven president interino, 37 años, practica la rebelión de sobremesa; ha confundido el Café Zurich de Plaza Catalunya con el café situado en la ciudad de Zurich, en el que Tristán Tzara se confabuló con la acción directa. Él está seguro de que su causa es justa y judicialmente inocua; y a los demás que nos parta un rayo. En calidad de vicepresidente y responsable de Economía de la Generalitat fue uno de los impulsores de la Agencia Tributaria Catalana, el mayor fiasco de Govern en la política de creación de estructuras de Estado.
Su agenda está determinada por las reuniones bilaterales con el Gobierno, un reguero de fechas y prolegómenos de dudoso resultado con algunas verdades escondidas debajo de las alfombras; también tenemos noticia de su elocuencia: “los borbones son una organización criminal”, dijo acompañado por el eco de Ana Pontón, que remató aquello de “no hay incienso ni botafumeiro que tape la podredumbre de la Casa Real”. Denunciar al emérito de evasión fiscal y vida alegre es una forma de darle una patada a la jefatura del Estado y sin embargo, todos sabemos que resulta demasiado fácil meterse con aquel señor provecto rodeado de elefantes botsuanos y marquesas de mentirijilla. Dinamitar a un país por los malos ejemplos de la más alta jerarquía simbólica (no ejecutiva) es como pensar que has entendido a Maquiavelo sin haberlo leído.
Aragonés, un hombre de camisas planchadas y corbatas al filo de la nuez, dice lo que dice sin perder la compostura desde que Oriol Junqueras lo ungió como hombre fuerte del partido republicano, en una reunión que tuvo lugar en la prisión de Estremera (2018). Su pulcritud de eterno adolescente le ha convertido en el niño de primera comunión, como lo fue Artur Mas al principio de su carrera política; ambos son de palabras huecas, conceptos menguantes y ojos inyectados en sangre para destruir lo que es de todos. Estos dos no engañan a nadie, por mucho que Mas haya tenido la desfachatez de comparar a Pere Aragonès con los valores reformistas de la antigua CiU. Eso, después de laminar a su ex partido y de profanar el espacio público con el 3%, el caso de corrupción no resuelto que se llevó por delante la huella del catalanismo reformista.
Vamos del socavón al hoyo más profundo; desde un paréntesis de 150 días a unos comicios, con el soberanismo dividido y sin la alternativa de un frente constitucional articulado. Los tambores de guerra interna en ERC ya se oyen con claridad; están en marcha las presiones serviles sobre la corte de Oriol Junqueras: amores imposibles (Ernest Maragall), héroes galantes (Joan Tardà) y villanos inteligentes (Alfred Bosch). Todos se acercan al calor de un sufragio que le otorgarán la Generalitat al partido republicano, como dicen los sondeos. Esquerra es una religión laica, una trastienda mental y un traspatio del mal de amores. Puede que les voten, pero no los quieren. No hay doctrina, como no sea la dichosa independencia, instalada en la cerviz cenobítica de sus dirigentes. De vez en cuando, alguien de dentro suelta una perorata sobre una sociedad más justa, como lo hacía Francesc Vicenç, aquel amigo de Picasso e histórico converso, que blanqueó el racismo de Heribert Barrera; o como lo hace Gabriel Rufián, el diputado que nunca se olvida de los pobres en el formato hiperbólico de sus intervenciones en el Congreso.
ERC se esfuerza ahora por dejar claro que su nueva cara ha dejado de ser intransigente. Pero Aragonés retuerce el argumento, cuando llama a “desacreditar a España a través de microdesobediencias, en el camino de la autodeterminación”. Proclama mantener el enfrentamiento con el Estado y sostener el prestigio de las instituciones; una cosa y la contraria. La semiótica enmascara sus intenciones; no lo puede evitar; es un lobo con piel de cordero.