En el Pasaje Méndez Vigo del Eixample de Barcelona nadie podía pensar que el joven Oriol Junqueras sería algún día un giravolta, es decir, un converso. En la Casa Degli Italiani estarían moralmente prohibidos los traditori, pero entonces nadie pensaba en la política; los jóvenes cantaban a coro el Bella chao o el himno del Barça, al salir de clase y muy pronto se esparcían por las aceras, en un tiempo sin boliches ni billares. La Casa es la institución más antigua del país transalpino en el extranjero se inauguró en 1865, un día después de la unificación de Garibaldi. Era una sociedad de Beneficencia y Mutuo Socorro. Allí estudió Junqueras, el hombre autoproclamado “buena persona” y poco más, en la entrevista del pasado domingo, en TV3, que esta misma noche recibirá la respuesta de Puigdemont en otra entrevista prevista también, en el canal autonómico. Dos letanías sordas y más falsas que un duro sevillano, con perdón de la bella Heliópolis.
En aquel lamentable otoño de 2017, Carles Puigdemont lanzó la DIU y puso pies en polvorosa. Por su parte, el líder de Esquerra quería que el entonces president convocara elecciones para ganarle tal como indicaban los sondeos. El objetivo de ERC era ganar los comicios en una campaña en la que Junqueras acusaría a Puigdemont de no haber declarado la independencia. Retorcido ¿no? Así lo cuenta el mismo ex president en su reciente libro, M'explico, de la Investidura a l'exili (La Campana).
Lo de Junqueras es puro maquiavelismo. Aparte de ser “buena persona”, al ex vicepresidente del Govern la intriga se le da muy bien mentalmente, aunque no sepa disimular y le crezca la nariz. Lo lía todo y después aparece como la salvación, al más puro estilo del Colegio Cardenalicio. A él, que presenta el talle grueso de los militantis ecclesiae de la Casa Santa Marta, solo le faltan las púrpuras y el birrete. Contactos los tiene, como mostró su relación con dos cardenales del círculo de Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, Papa y teólogo reaccionario, a quien el líder republicano tuvo ocasión de conocer cuando trabajó en el Archivo Secreto del Vaticano. Hablarían de Torquemada y de Servet, digo; tengamos en cuenta que Ratzinger fue el presidente de la oscura Congregación para la Doctrina de la Fe, la actual Inquisición. En fin, admitiendo que Junqueras tiene golpes insólitos, da yuyu saber que ha sido amigo del gran mitrado de las listas negras.
Después de mil días en prisión, Oriol Junqueras reaparece como un hombre nuevo que salta del análisis al corazón y viceversa; se ha vuelto sensiblero y ha olvidado que “el sueño de la razón engendra monstruos”, como estampó Goya en uno de sus Caprichos. Su discurso es un terreno resbaladizo en el que los apriorismos y las conclusiones intercambian sus papeles sin previo aviso; su mensaje, extrapolado sobre el dolor y la frustración, va cambiando el hilo argumental a su conveniencia. Es un exponente del populismo moderno; anuncia un pensamiento sin credenciales, en el que nunca se ofrece la seguridad jurídica, base de todo consenso. Se permite estar siempre en posesión de la verdad, porque no se atiene a un campo de juego concreto, sino que entra y sale del match sin acotar sus argumentos. Él niega la responsabilidad de sus actos para no rendir cuentas. Así de simple. Es más falso que un duro sevillano, con perdón de la bella Heliópolis. Reitero.
Sin dejar nunca la idea de que su paso por la prisión se debió a la revancha de un Estado autoritario, Junqueras empieza a restañar sus heridas bajo la creencia de que todo es posible, nuevamente. Aplica la pulsión destructiva como principio de redención. Vive en el espacio de los instalados, pero ya no se dirige a ellos, sino a la desestructurada sociedad de un sol poble amodorrado bajo el estandarte; en sus últimos libros (una especie de Quaderni di carcere en los que alterna a sus hijos con al amor a las Bellas Letras) quema sus naves. De esta serie, destaca Parlant amb tu, d’amor i llibertat, donde el autor va de la mano de Petrarca y de Shakespeare; se atreve con los poemas de amor de Safo; se siente protegido por Joan Margarit, inspirado por Whitman y embrujado por Salvat-Papasseit.
No le quitamos mérito, pero hemos de ser implacables a la hora de decir la verdad: a Junqueras le ha llegado la hora de instalar bellos pasajes en la destrucción gandhiana de su propia intimidad, un proceso que lleva tiempo en marcha. Ha emprendido el camino del héroe que avanza hacia el totalitarismo, con las cenizas en la frente de los padres de la patria. Prepara el próximo round o Procés Segunda Parte, en el que la frustración de millones de seguidores (no tantos) será el caldo de cultivo del catalanismo autoritario. Esta modalidad nos es nueva. Ya la mostró el célebre Doctor Robert, partidario de envalentonar a la raza catalana, una hipótesis más tarde convertida en ciencia por el genetista Heribert Barrera, ex presidente de ERC.
Este año no ha habido calçotada en la Casa degli Italiani. La pandemia les ha robado la cita a mis vecinos de la infancia; se han ahorrado la recepción en la ciudad de Valls, ante el bajorrelieve barroco de la Batalla de Lepanto. Tampoco han visto a Junqueras, el político que traiciona para romper con sus socios.