Es un hombre que escapa a la tradición de su linaje. Pertenece a una comunidad que tiene a gala la perversión del lenguaje mediante el recurso retórico de los adverbios pronunciados con los labios retorcidos por una media sonrisa. Sus respuestas en el Gran Juicio señalan su culpabilidad retórica (no le deseo ningún mal y menos una pena de cárcel) delante de Marchena, un juez garantista que empieza a poner cara de figurante en una ópera bufa. Josep Rull dice que por falta de autoridad moral del orden constitucional español, el procés optó por la vía canadiense. Marchena mira al fondo de la sala en busca de una explicación menos ofensiva; después fija la vista en el papel que hay sobre su mesa, pasa un ángel y recobra el sentido.
El acusado lesiona el artículo segundo de la Constitución del 78 y se queda tan pancho, invocando un precepto de otro país. Ha admitido el delito y por tanto estamos en presencia de un suicido procesal en toda regla. El mensaje de Rull permanece; no nace ni muere, no crece ni decrece. Se ampara en el fútil credo del derecho democrático emanado del Parlament, que han utilizado Junqueras y el profesor de Ciencia Política Raül Romeva, el nieto del fundador de Unió Democràtica, Pau Romeva. A mí, con perdón, esta cantinela de la democracia radical me recuerda una conversación que mantuve con Artur Mas, hace años, en la antesala de las recepciones que hay en el despacho de Presidencia del Palau: “Sí, home sí, llibertat per Catalunya, llibertat…”. Tal y como lo dijo me pareció de lo más hueco; sonó a una especie de consigna prosaica de las que corrían en mis años mozos, al estilo de “lee y difunde Mundo Obrero, el órgano del PC”. Y la verdad es que si decías la frase entera, te quitabas un peso de encima.
Rull nos engañó cuando era conseller. Parecía que trabajaba; daba el pego, pero luego hemos sabido que nunca gestionó el espacio público, que se dedicó, como el resto, a complotar para destruir Cataluña, para algún día, vacía y empobrecida, rescatarla y poseerla. Sentado en el banco de los acusados tiene pinta de presidente de escalera, pero desliza al mismo tiempo un curioso toque de noble acaudalado, no exento de vanidad, que a sus pretensiones de salvapatrias quiere añadir la areté, la excelencia de los clásicos.
Es la antítesis de Junqueras, el historiador sabelotodo. Aplica a su vida el principio socrático de los que saben sin saber. Esta doctrina dice que cuando aprendemos una cosa en realidad recordamos algo que ya sabíamos: El recordar del latín re-cordis de Eduardo Galeano o la doctrina de la reminiscencia, que encaja muy bien con el héroe romántico cuyo destino está trazado en las estrellas. Cuestión de disfraz.
El Gran Juicio expone dualidades: Junqueras-Romeva; Jordi Sánchez –Jordi Cuixart; Borràs o Rull-Turull. Estos últimos consideran sin vergüenza su papel seminal en el catalanismo del mañana. Son dos pitagóricos en espera del fallo, enfrascados en una conversación que, a su criterio, marcará el futuro. Rull habla del “dilema entre cumplir la ley y obedecer el mandato popular del 1-O” ; Turull, por su parte, afloja un pelín sobre la misma idea: vivimos “sobre el eje del equilibrio entre el imperio de la ley y la voluntad popular”.
Cuando la fiscal Consuelo Madrigal les pone a ambos delante del espejo, Rull incorpora otro elemento: el triángulo entre el imperio de la ley, el principio democrático y el principio de legitimidad (la invención de lo humano ya no es obra de Shakespeare). Al entrar en acción Madrigal, los interrogatorios del ministerio público recuperan la dulzura con pisotón disimulado; y las respuestas son amablemente autoinculpatorias, como los escorpiones rodeados de fuego, cuando se clavan a sí mismos el aguijón. Rull contraataca desde “la cordialidad”, pero sin munición: "La hoja de ruta era una declaración de intenciones, no un documento estratégico”. A Marchena se le agotan los recursos. El presidente de la Sala pone cara de meterse en un batiscafo y dormir cada día en islas remotas.
Los acusados del Gran Juicio están sentados en sillas alineadas como si fueran en un vagón del trenecito colgado que entra y sale de la Casa Encantada del Tibidabo. Rull, convergente de largo aliento y exsecretario de las juventudes de su partido, es abogado y exconsejero de Territorio y Sostenibilidad de la Generalitat. Salió escogido diputado del Parlament por JxCat y encadenó los hechos de octubre del 2017, que le han llevado ante el Supremo.
Cuando Rull sale del madrileño Palacio del Supremo, antigua Sede de las Salesas, en dirección al furgón, es la viva imagen del hombre de Platón, el bipédico implume. Ha perdido sus plumas y estandartes. Busca en su memoria el lenguaje de los signos, “aquello que hemos olvidado”, diría el ausente Roberto Bolaño desde su guarida de Blanes. Los pensamientos del acusado no encajan con las señales que le envía su cuerpo en movimiento. Lleva días quejándose de que la sintaxis del tribunal no respeta la lengua catalana y de que el juicio usa el recurso de la toponimia franquista. “Soy de Terrassa, no de Tarrassa”, como figura en los autos. Se siente como K, aquel agrimensor de El Castillo de Kafka. El 155 le dejó sin las infraestructuras de la disposición adicional tercera del Estatut y devolvió los tesoros diocesanos a Villanueva de Sijena. Ahora quiere hablar claro ante un Tribunal que solo admite pruebas. Experimenta lo que sintió el recaudador de impuestos, que apareció en Morón de la Frontera en el momento de la creación del Cabildo. Se levanta extraño, como le ocurrió una mañana al mismísimo Gregorio Samsa; solo que Rull no se ha convertido en mosca, sino en el Gallo de Morón.