Joan Ollé tuvo que resistir el ataque de los envidiosos, adoradores de la quietud unilateral frente al mundo diverso en el que él vivió con intensidad. Atravesó el río de la Cataluña sectaria hasta alcanzar, el pasado lunes, la laguna Estigia. Seguro que llevaba bajo el brazo un ejemplar de Nocturn per acordió, inspirado en el poema homónimo de Joan Salvat Papasseit, ópera prima de su dramaturgia, junto a la inolvidable No hablaré en clase, en la que trabajó con Pepe Rubianes, diamante de la oratoria coloquial.
La injusta clausura que ha soportado Joan Ollé en los últimos tiempos no ensombrecerá jamás su aportación al teatro y a la cultura. Su altura intelectual se levanta hoy sobre la mediocridad de quienes le han vilipendiado. Le recuerdo de muy joven, en la cúpula del Coliseum, integrando el grupo de teatro universitario que fue germen de Dagoll Dagom. Dos décadas más tarde, Ollé introdujo a Peter Handke en España y dirigió el Festival Internacional de Sitges. En 2003 se integró en la dirección del Lliure y recuperó a los clásicos, Pirandello, Camus, Chejov, Ionesco y, especialmente, al imprescindible Witold Gombrowicz con la obra Yvonne, princesa de Borgoña, aquella corte de tontos y vagos descubierta entre las grietas de la ciudadanía. Encontró en el teatro “la fuerza de la palabra” y se definió como un dramaturgo de texto.
Se convirtió en inseparable de su viejo amigo Joan Barril, el recordado descubridor del alma literaria de las cosas. Le acompañó en L’ílla del tresor, una atrevida experiencia minimalista. En el programa radiofónico El café de la república, Ollé lanzaba, noche tras noche, su bella voz entrecortada, llena de matices. Rompió con las sintonías baldías para imponer los coros del folclore húngaro-gitano, ¡bravísimo!, en el introito de El Café. Allí le recuerdo especialmente, junto al profesor Antón Costas y al poeta Joan Margarit, habituales del programa. Fuimos felices sorteando la vigilancia férrea de la exdirectora, Mònica Terribas, una agitadora del procés, que tiene las noticias de verdad prohibidas por el médico y que ahora es la número dos del Ómnium (pobre Xavier Antich).
Ollé se merecía más que nadie pisar el Teatre Nacional (¡entérate Bozzo!), donde representó a Lorca y a Shakespeare. Nunca llevó el lazo amarillo; no aceptó el gregarismo indepe y, sin embargo. su contribución a la cultura catalana resulta descomunal. Sufrió la caza de brujas; le acusaron de insultar a Cataluña --¡mentira y ponzoña!-- y él contestó irónico como un Séneca, ante el papanatismo de los resentidos. Fue Tartufo, un Tartufo simulado, no para enriquecerse sino para descubrir tesoros escénicos escondidos; expresó el triunfo de la comedia con la valentía de Moliere; se enfrentó al catalán power a través de la parodia, madre de la verdad.
Utilizó el escarnio para pedir perdón al rodillo indepe y se autoproclamó un “mal catalán” solo para demoler la autocomplacencia de una vanguardia política nefasta. Ollé se emparentó con el teatro pobre de Grotowski expresado en estrenos soberbios como Victor o els nens al poder y en varias versiones de La plaza del diamant, cumbre de Rodoreda. Demostró que la auténtica cultura está polinizada de mundo, un don libérrimo y antinacionalista. Acechó la cara oscura de la ficción, al dirigir a Mario Vargas Llosa y a la actriz Aitana Sánchez Gijón en una lectura del texto del Nobel peruano, La verdad y las mentiras. Teatralizó a Javier Cercas, en Soldados de Salamina.
Ollé jugó con la literatura, la poesía y la dramaturgia. Desmontó el universo contrito de un país enfermo de ideología. Escupió en el caparazón ralo de los cretinos, siguiendo la consigna del mismo Salvat Papasseit (“escopiu a la closca pelada dels cretins”), en el poema Marxa nupcial. Su muerte ha sido un adiós inesperado y cruel.