A su llegada al Kursaal Donostia, el pasado miércoles, Torra ofreció la foto-reportaje del día: abrazos profundos al comandante Otegi y a Joseba Aguirre, mano derecha de Javier Arzallus, el ayatolá recluido en alguna cueva de San Ignacio. Torra, el esencialista, decepciona siempre. Su tornadiza dialéctica electrifica las alambradas de su discurso. Tiene un hablar entre montaraz y numantino, con adornos románticos de dudoso gusto y bravuconadas sobre España y la “monarquía caduca” (eso nunca falta). Es el misántropo cargado de reflexiones sobre la volubilidad humana, el poder y la moral; el mejor fresco de la Comédie Francaise desde que Flotats interpretó a Moliere en el Teatre Nacional de Catalunya.

Urkullu lo observa a media asta. Lo ha soportado durante horas, en Ajuria Enea, donde al president se le sonrojaban las mejillas –una forma puritana de cabreo– cuando el lehendakari hablaba de “aprovechar la mayoría que aguanta el Gobierno del PSOE” y de buscar un clima de “distensión y diálogo”. El gesto displicente del vasco lo dice todo: menudo atracón de palabrería. Urkullu y Torra no son un doble eje separatista para romper España; son la conllevancia del primero frente al zascandileo del catalán piedra picada; son también la tranquilidad de las haciendas forales frente a la estafa de la Agencia Tributaria catalana; son la cosa contra la apariencia de la cosa.

A Urkullu se le aparece el genio de la lámpara cuando se explaya sobre el derecho a decidir en el Parlamento de Euskadi. Luce empuje nacional-legislativo en casa, mientras que, en Madrid, es uno más del alegre batallón vasco-español, que celebra pactos en los comederos del barrio de Salamanca, con partida del mus, café, copa y puro. Le tiene especial apego al “derecho a decidir”, “significante vacío”,  lo llama Jordi Amat en La conjura de los irresponsables (Ed. Anagrama), para definir un concepto que habla de independencia sin utilizar sus palabras. Urkullu, el pragmático, se lo plantea como mecanismo de negociación con el Estado, pero cuando el Estado le dice que no, él pliega velas, para refugiarse bajo el manto nacional-populista, que está muy vivo en otros países cercanos (Italia y Austria, sobre todo). Le teme (¡menos mal!) a la Europa de Verdum, el gran campo de Marte, que dividió al continente en la Primera Gran Guerra, ahora centenaria, pero pese a todo, no es capaz de romper con la maldad: mantiene una ambigüedad nefasta con sus aliados de Bildu, y estos últimos (la antigua Batasuna) son expertos en la “deshumanización del contrario”, en palabras lejanas de John Juaristi, en El bucle melancólico (Espasa Calpe).

Ilustración de Iñigo Urkullu / FARRUQO

Ilustración de Iñigo Urkullu / FARRUQO

Por mucho que lo disimulen, los líderes nacionalistas dan la mano a los euroescépticos. No les importa saber si veremos una Viena tomada por el populismo facha. Tampoco quieren saber qué será de la herencia de Joseph Roth y Robert Musill. ¿Qué haremos sin los cafés vieneses y los umbrarios de Budapest frente al Danubio? ¿Quedarán en pie las glorietas de los parques civilizados a ritmo de vals endomingado? No me atrevo a pensar en la plaza de la Virgen Blanca de Vitoria-Gasteiz, ni en la Ciutadella o el Gòtic de Barcelona, en tiempos oscuros y venideros.

Desde la superioridad moral del cupo vasco, Urkullu trata ahora de galvanizar una nueva alianza para defender lo nacional sin que sea necesariamente identitario. Trasladado a suelo catalán, la fórmula vasca es la independencia no nacionalista de Carod Rovira, con la lengua como última ratio, pero vacía de romanticismo. Es el camino que mostró Xavier Rubert de Ventós en su libro De la identidad a la independencia, editado por Empúries, con el célebre prólogo de Pasqual Maragall, en el que defendía la idea de federalismo asimétrico. Rubert, un intelectual orgánico de la izquierda en sentido amplio, trató de vaciar al independentismo de contenido nacionalista. Justo lo que teoriza hoy Ferran Mascarell desde su inocencia impostada de embajador en su despacho de la Librería Blanquerna de Madrid.

Todo muy bien puestecito si no fuera porque, bajo esta apariencia novecentista, palpita el soberanismo esbudellador que desprecia al disidente. Urkullu posee el tamiz opaco de los jeltzales desde antes de ser investido Lehendakari, maquila en mano, bajo el roble de Gernika en 2012 y de repetir en 2016. Este profesor de Magisterio, adicto a la Ikastola, es el culo di ferro de la política nacional por pura responsabilidad corporativa y porque ha tenido buenos maestros en el Euskadi Buro Batzar, presidido ahora por Andoni Ortuzar, adicto al jaungoikoa (el principio conservador de Dios y Ley vieja).

En Euskadi, el lehendakari tiene un poder teocrático, el mismo que tuvo Pelayo, en Covadonga. Urkullu es una epifanía: encuentra a su Dios panteista en los 200 batzokis que hay repartidos por el mundo y eso le da fuerzas. Lo vasco tiene el toque monástico del valle profundo; es una religión de bosque y cerro. Lo catalán, en cambio, está más puesto en el campanario y en el saber de los juegos florales. Los dos son igual de reaccionarios y ecuménicos, como lo fueron las iglesias de Karel Woytila, expresadas en letra pequeña (tan vernácula como se quiera).

La diferencia está en los semblantes del president y el Lehendakat: Torra es volátil y terco en el error. Urkullu dijo un día que “en un mundo globalizado, la independcia es imposible” (El País, 3 de diciembre de 2016); solo sabe que un buen culo nunca se levanta de una negociación.