Si aparece un señor con legañas y un falso camafeo de ónice en el dedo meñique es Eduard Pujol. Un bendito traspasado desde la comunicación política de oscura entraña hasta la portavocía legislativa, tomada por asalto. Uno de los que hablan de Companys, por haber oído su historia en algún regazo, pero sin saber nada del pelotón de fusilamiento, como aquel coronel Aureliano Buendía, que en su último minuto recordó la tarde remota en la que su padre le llevó a conocer el hielo.
Pujol se siente rabiosamente partage con la causa de los ajusticiados en los años duros; no reconoce en cambio su deuda contraída con Artur Mas, genuina percha de la estética del traidor. Juega la carta rupturista de Puigdemont; es un revoltoso, modelo Gargantúa con buen saque; un dominguero de farcellet y brazo de gitano de crema.
Vive bajo el palio público de los paniaguados, pero hace la revolución, cuyos delitos confesará un día, debajo del Pont del Diable de Martorell, su ciudad natal, cuna de la Hiparxiología, el pensamiento convexo de uno de sus mejores hijos a orillas del Llobregat. Demasiado nacionalista para atravesar el sarcasmo de los sabios, Eduard, periodista de profesión, tendrá que confesar su ninguneo a los médicos que piden al menos estar 12 minutos con sus pacientes (28 pacientes diarios); él los insulta contestándoles que discuten las migajas y que lo importante es “poder votar” ¿Votar lo qué?
Su segundo pecado, por orden de aparición, es la ley catalana que limita los alquileres; un reglamento digno de plan quinquenal soviético, defendido por este menguado portavoz con un ahínco digno del desaparecido Pere Ardiaca, afgano de pedra picada nombrado presidente del PSUC, en el lejano V Congreso de 1981. Son las cosas de Convergència; los chicos de salmodia parroquial son ahora salteadores de caminos. Tratan infructuosamente de salir como héroes en los libros de Paul Preston; se nos han hecho progres a carta cabal. Echan de menos los años del águila, aunque a buenas horas mangas verdes.
Eduard Pujol tiene a su lado al presidente del grupo parlamentario de JxCat en el Parlament, Albert Batet; son tal para cual; expresan la marginalidad dentro de un escenario en franca decadencia; son los parvos útiles de Puigdemont, partidarios de mantener la estrategia de confrontación con el Estado, en la que ya no cree casi nadie. Afirman que la ley limitadora de los alquileres responde a un acto de responsabilidad: “Servirá para defender al pequeño propietario y a los inquilinos”. Pero lo cierto es que esta nueva ley catalana es un engendro que no se aplicaría ni en La Habana de Raúl Castro.
Para deleite los dos graznados de JxCAT, el reglamento de alquileres afectará a 60 municipios catalanes, a pesar de que el Consejo de Garantías Estatutarias ha dictaminado su invalidez porque invade competencias del Estado. Pujol, el portavoz genuino de Puigdemont, se desmarca de los letrados del Parlament. Es amigo del llanto; hace apenas 48 horas, flotaba compungido sobre la triste celebración del 11 de Setiembre, el día en el que los indepes nos robaron al resto de catalanes El Cant de la senyera.
Como cada año, ellos monopolizaron los estandartes; nos excluyeron porque somos demócratas y respetamos la Constitución del 78. Saben de sobras que lesionan aquel anhelo de fraternidad del poeta Joan Maragall --…voleiant al grat de l'aire/ el camí assenyalaràs-- autor de un símbolo poetizado para ser compartido, pero nunca elevado a los altares; nunca semejante despropósito.
Lo de limitar los alquileres lo intentó Gavin Newsom en California en 2019 y resultó ser un fiasco completo. En un mercado a la baja, deshinchado por las crisis sucesivas y castigado ahora mismo por el coronavirus, los precios se caen solos; y si algo ha demostrado la economía moderna es que el mercado asigna los recursos de una forma más racional que el intervencionismo público. Las actuaciones regulatorias imprescindibles en zonas concretas de ciudades, como Barcelona o Madrid, son otra cosa; pero no precisan leyes de ámbito global sino decisiones municipales a través de tasas que reducirían los abusos de los fondos buitres, como Blackstone, dueño de media España, gracias en parte al que fue su socio, José María Aznar Botella, hijo del innombrable Aznar López.
En su último libro, Contra los zombis (Editorial Crítica), Paul Krugman se muestra partidario de apretar las tuercas fiscales a los fondos convertidos en grandes propietarios, a base de expropiar a legiones de desplazados. En su recopilación de artículos publicados en The New York Times, el Nobel de 2008 apuesta por una fiscalidad progresiva y, al mismo tiempo, derriba los topes a la subida de los alquileres. Son dos de las ideas zombis a las que combate, creencias económicas que “devoran cerebros pese a que son erróneas”.
Sobre los alquileres, el prestigioso economista destaca que someterlos a control restringe la construcción de obra nueva, lo que reduce el peso de la demanda agregada y por tanto limita la creación de empleo. En España, la subida de las tasas municipales a los que más tienen (el Madrid de Martínez-Almeida, alcalde salamanqués, se opone con rotundidad) incrementaría el llamado “remanente de los ayuntamientos”, cuyo uso ha tratado de agilizar Hacienda para subvencionar a los sectores en peligro de exclusión. Hacienda no podrá disponer de un total de 20.000 millones de euros de este remanente, tras perder en el Congreso la votación sobre un Decreto Ley del Gobierno, que fue rechazado el pasado jueves por PP, Ciudadanos y el nacionalismo catalán.
Los requiebros de las cuentas del Estado han puesto al descubierto en qué bando está JxCAT, el partido demagógico, que juega a limitar los alquileres para favorecer a los pobres, pero que, a la hora de la verdad, les niega a los menos favorecidos de toda España 20.000 millones en ayudas. Oponerse a todo lo que diga el Gobierno central halaga la vieja nostalgia convergente. Después de la hecatombe del partido del 3%, Eduard Pujol vive entre los despojos del pasado; disfruta del falso camafeo y siente con ridícula ingenuidad las felices mocedades del genio fenicio.