Una mujer que deslegitima el amor romántico porque huele a testosterona, pero que es capaz ella misma de someterse al Dios de la pasión, entusiasma. Carmen Calvo presenta esta dualidad creativa. Cuando la ves subir al estrado del discurso, sabes que para ella nada ha sido en vano, como no lo fue para Clara Zetkin, Flora Tristán, Frida Kahlo o Susan Anthony. La mejor prueba de la invisibilidad femenina es ella misma: una exministra de Cultura en la que apenas reparamos en la etapa ZP, hasta que el PSOE de Sánchez la ha colocado en todo lo alto.
Su partido está dando un salto en el vacío y podría fallar por falta de consenso en la cámara legislativa, pero ella no puede. Calvo tiene la misión de estigmatizar de humanismo la gobernanza del “país clave del sur de Europa”, en palabras de Merkel. Lo hará con armas de mujer --lejos, muy lejos del tocador y de la lima de uñas-- por si alguien duda todavía de su elasticidad y compromiso. Es un lince de voz matizada.
Si hoy domingo reparan en el muelle de cruceros del Puerto de Valencia, sabrán que algo sí ha cambiado en España. Los migrantes del Aquarius serán acogidos, aunque nadie les asegura no acabar en algún Centro de Internamiento (CIE), delito de lesa humanidad y vergüenza pública de los Tratados de la Unión. Con la alegría del día llegan las advertencias de que no todos puedan recibir el trato de refugiados. Ella es cabezuda, constitucionalista y legalista en extremo, frente a los paisanos de cuello italiano y corbata dorada, que dieron lustre a este mismo pantalán en los tiempos de la dichosa Copa América. ¿Qué quieren que les diga? No hay color; Calvo tiene esos ojos escrutadores que hacen daño. Nada que ver con el che collons del búnker barraqueta experto en vaciado de cuentas gürtelianas y adicto al vicio eunuco de pasear rubias platino.
Calvo es actitud innata. Se coloca a distancia prudente del insularismo ibérico por mantener la moderación frente al nacionalismo catalán, tronitonante, disolvente y vacuo. Va a rueda de la compleja heredad de la socialdemocracia después del derrumbe. Quién sabe si esta dama finge algún tipo afección republicana o si es una monárquica reconvertida al gorro frigio. Es, eso sí, una cabeza igualitaria que perdona alegremente la irresponsabilidad de la Corona --negocios del Rey emérito o el caso Nóos-- como Indalecio Prieto encajó en su momento el papel dulce de Alfonso XIII con el golpe de Primo de Rivera, auspiciado por Cambó, “teórico de la dictadura española”, como lo llamó Maurín (Javier Tusell y Gabriel Cardona en La aventura de la historia).
Calvo quiere estar a la altura del guante de seda que gastan Ferraz y Moncloa, para no desentonar. Pero, seamos sinceros, el socialismo español es indoloro e insípido, desde Largo Caballero hasta nuestros días. Ahora descansa el Pacto de Estabilidad en Nadia Calviño, una economista del establishment y ni por asomo un varufakiadas de boquilla. El equlibrio ingreso-gasto debe cuadrar para que Calvo disponga el bienestar que saca brillo al Estado. Cuando se gestiona bien, Leviatán duerme.
Recordemos que la vicepresidenta ha sido la voz del PSOE en el 155, una ley pertinente con capacidad para llenar el vacío que deja tras de sí la Cataluña autoritaria e inviable de Puigdemont y Torra. Como ministra no destacó. Sufrió los Papeles de Salamanca, la herida luminosa catalana batiéndose con el derecho de conquista de Torrente Ballester; y se inventó una Ley del Cine proteccionista y llorona, que acabó por vencerla y ser sustituida por César Antonio Molina. Aunque sus antecedentes en el poder no le sirven de aval, se ha convertido, por arte de birlibirloque, en la baza de Sánchez desde que renunció a su escaño de los socialistas cordobeses para no ir en la lista de Rosa Aguilar, sor María piadosa, y bien que la entiendo. Se refugió en Ferraz para batirse el cobre frente a los barones socialistas, quinta columna; y ocasionalmente tuvo día para ver a los grandes matadores, como hizo su antecedente liberal, la Mariana Pineda de Lorca “en la corrida más grande que se dio en Ronda la vieja”. Cuentan que ama la tauromaquia y la multiculturalidad (que envidia), como aquel obispo cordobés que se hizo llamar Iça ben Mansur y litigó con el murciano Ibn Arabí, en la plenitud del sufismo. Carmen es hermana de José Calvo Poyato, un histórico de aquel Partido Andalucista que dijo beber en la Pepa, carta magna de las Cortes de Cádiz, pero que acabó facilitando la Loapa.
La vicepresidenta sostiene que el maltrato a las mujeres es el “principal problema de España” y que el machismo es “incompatible con la democracia”. Su perfil nos devuelve hoy en Valencia la eternidad de un instante, como los óleos de Velázquez, algo de lo que entiende especialmente el ministro de Cultura interpuesto, el curater José Guirao (sucesor de Màxim Huerta, el efímero), un ex Reina Sofía que avaló la compra de obras falsas de Gerardo Rueda, pintor y escultor, maestro del abstracto y fundador del Mueo de Cuenca. Guirao sabe que ha pinchado; ha caído en aquel departamento que abominó Jorge Semprún Maura, como escribe su sobrina, Soledad Fox Maura, en Ida y Vuelta (Debate).
Tiene mucho de compasivo el atraque del Aquarius; es la mirada generosa de una España que acaba con las noches de insomnio, oleajes y réquiems. Calvo pertenece a una generación bajo el influjo de las Cariátides de la Restauración Democrática del 76. Respeta el pasado; sabe quiénes fueron Cánovas y Sagasta, el escéptico pesimista y el escéptico optimista, como les llamo Madariaga. No comparte el cambio de régimen podemita y no sueña con un frente popular republicano que naufragaría antes de acabar con la paciencia de los españoles. Utiliza un tono imperfecto, sin esperar que suenen de fondo el Himno de Riego o el Tantum Ergo.