El esperanzador avance norteamericano en la fusión nuclear no va a llegar a tiempo para afrontar los retos de la transición energética, que se libra en el medio plazo. El día que se logre la fusión tendremos energía limpia, barata e ilimitada, y el futuro de la humanidad será prometedor. Cuesta entender que no estemos dedicando más esfuerzos a ese empeño. Mientras tanto tenemos que administrar los recursos de los que disponemos sin apriorismos ideológicos. En España, particularmente entre los partidos de izquierdas, sigue vivo el rechazo a la energía nuclear cuando en muchos otros países, incluso en algunos con presencia de ecologistas en el Gobierno como Finlandia, se ha abandonado esa vieja fobia y la tecnología nuclear está viviendo un renacimiento muy interesante, con proyectos prometedores como los SMR (en inglés, reactores modulares pequeños).

De la misma manera que ahora muchos señalan el error de Angela Merkel en 2011 al decidir el cierre de las centrales nucleares alemanas (cediendo al populismo de los Verdes para captar parte de su voto) y apostar por el gas ruso, en España estamos siguiendo un camino parecido, con una apuesta a favor del gas en detrimento de la energía nuclear. Es un error que viene de lejos y en el que se cruzan razones diversas. En 1983, poco después de la llegada del PSOE al poder, el Gobierno de Felipe González aprobó una moratoria. Ese año, teníamos cuatro reactores en funcionamiento (Zorita, Garoña, Vandellós I, Almaraz I), y se estaban construyendo siete centrales más en el marco de un programa muy ambicioso que arrancaba del desarrollismo franquista. Es cierto que a principios de los 80 resultaba excesivo tanto por falta de demanda eléctrica debido a la profunda crisis económica de finales de los 70 como por las dificultades financieras de las eléctricas para sufragar algunas de esas inversiones. Ahora bien, junto a las razones técnicas y económicas para adoptar esa moratoria, hubo también otras políticas e ideológicas de mucho calado.

La central de Lemoniz I, que estaba terminada, se canceló por la presión de ETA con el estallido de diversas bombas, que mataron a tres trabajadores e hirieron a una docena, así como el secuestro y posterior asesinato en 1981 del ingeniero jefe, José María Ryan, y un año después del director de la sociedad promotora, José Ángel Mújica. Así pues, la nuclear vizcaína se abandonó por la acción del terrorismo. También por razones netamente políticas, aunque de otra índole, se abandonó la de Valdecaballeros, en Extremadura. En ese caso, la presión llegó por parte del Gobierno regional que se había constituido poco antes, en 1983. El entonces presidente, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, amenazó con dimitir y utilizó el agravio territorial, la queja de ser una tierra olvidada excepto para acoger instalaciones que las grandes capitales no querían cerca, para rechazar la puesta en marcha de una instalación prácticamente finalizada. El grave accidente en la central norteamericana de Harrisburg (1979) había agrandado la percepción social de peligro y el movimiento ecologista logró popularizar en la década de los 80 el lema “¿Nucleares? ¡No, gracias!”. En el PSOE también hizo mecha la bandera antinuclear. El Gobierno de Felipe González redujo en el Plan Eléctrico Nacional a la mitad el límite de su potencia y aprobó una moratoria hasta 1992. Hubo que indemnizar a las empresas eléctricas, y el coste de ese parón lo hemos ido pagando en el recibo de la luz a lo largo de unas cuantas décadas.

Lo mejor hubiera sido retomar la construcción de las nucleares en los 90 para atender el incremento de demanda eléctrica, fruto del crecimiento económico que se avecinaba. Pero se apostó por generar electricidad con centrales térmicas alimentadas con carbón o gas. Es significativo que desde 2006 el expresidente González se muestre públicamente arrepentido y partidario de revisar esa política antinuclear de su partido, aunque ni Rodríguez Zapatero ni Pedro Sánchez le han hecho el menor caso. El miedo a la fisión del uranio había calado muy hondo en la sociedad española, así como el pánico de los partidos a perder votos, aunque hoy seguramente la percepción social sobre el tema haya cambiado mucho. En cualquier caso, España ha pagado un coste de oportunidad por haber limitado la aportación de la nuclear que en Europa lleva 26 años siendo la principal fuente de electricidad.

Ahora mismo lo más increíble es que, en medio de la enorme crisis energética que sufrimos y ante la evidencia del cambio climático, la propuesta de cierre entre 2027 y 2035 de todas las centrales españolas siga en pie. La apuesta por las renovables nadie serio la discute, pero será imposible satisfacer toda la demanda eléctrica con fuentes condicionadas por la climatología. Por tanto, la disyuntiva es clara: ¿ese soporte a las energías limpias (que tampoco lo son de una forma absoluta) se ha de hacer principalmente con gas o nuclear? De manera absurda, en España el Gobierno sigue empeñado en cerrar unos reactores a los que todavía les queda bastante tiempo de vida útil, que nos suministran actualmente el 20% de la electricidad. Es como si decidiéramos tirar un envase de jabón porque está medio vacío. La alternativa española es más y más renovables, lo cual está muy bien, pero también quemar más gas, que cuesta caro y que contribuye al cambio climático, lo cual está muy mal. Vamos a ser uno de los pocos países europeos que mantengan viva una cerrazón antinuclear que no se sostiene científicamente. La Agencia Internacional de la Energía ha desaconsejado claramente esa opción. Pero no desesperemos, en 2023 estamos a tiempo de revisar esa política absurda. España está emitiendo más gases con efecto invernadero: un 5,7% en 2022. La UE puede y debe obligarnos a justificar en el Plan Nacional Integrado de Energía Y Clima (2021-31) cómo se compagina la disminución de las emisiones de CO2 con el cierre previsto de las nucleares. Es un imposible, un disparate. Este año tenemos la última llamada para evitar ese error.