Así van pasando días y semanas, Carles Puigdemont, el expresident sedicioso, está cada vez más aislado, más solo. Y eso debe dolerle un montón. A los ególatras, y a los afectados de trastorno obsesivo compulsivo, y muy psicoantipáticos, el hecho de quedar fuera del curso de la Historia les sienta fatal. De escribir en prosa poética podríamos decir que, cual fantasma de triste figura, arrastra las cadenas de su encierro voluntario, por los pasillos de su lujosa y pixelada mansión de protección oficial en Waterloo; búnker en el que se ha montado despachito regio desde el que dirigir, por fibra óptica, a sus Panzerdivision de abducidos, inasequibles al desaliento, dispuestos a lo que se tercie con tal de salvar su pellejo de macho alfa, y permitirle seguir mangoneando, obstruyendo la formación de un nuevo Govern en Cataluña, y jodiendo a base de bien --disculpen la vulgaridad-- a España y al Estado español, que para un disléxico como él son prácticamente lo mismo.

Seguramente tuitea, tras la galbana que sucede al atiborre de una opípara comida y un par de chupitos de ratafía, convencido de que todo cuanto suelta, en su incontinente verborrea, incendiará la redes y enervará aún más a su parroquia. Pero más allá de impartir directrices y vomitar mucha bilis, lo que hace nuestro simpático ectoplasma es silenciar las voces de los disidentes. Relegado al papel de mero community manager de sí mismo, Puigdemont bloquea. Bloquea a todo bicho viviente que se atreva a contrariarle o ponga en evidencia --incluso desde la más protocolaria formalidad-- la inconsistencia y radicalidad de su postura. Hace dos días silenció la voz de Sociedad Civil Catalana. Y ya somos decenas de miles de usuarios en las mismas. Pero para lo que hay que leer, poco importa...

Puigdemont no es consciente de que su tiempo ha pasado

Puigdemont no es consciente de que su tiempo ha pasado. Pretende, pese a todo, retener, una vez asumido que no podrá ser investido president de la Generalitat, poderes y atribuciones concretas, que van desde la potestad de nombrar a los miembros del ejecutivo catalán, hasta la decisión de convocar nuevas elecciones si le place. También quiere controlar la pasta del partido. Y sobre todo, no lo olvidemos: quiere ser coronado simbólicamente, arropado por el Consell de la República. Según se anuncia, el día 28 sabremos qué decisión final toma y a qué deberemos atenernos. En Bélgica ya están hasta el moño de él, y aquí, desde las filas de ERC, no están por la labor de ponérselo fácil. Le aborrecen, y tienen muy claro que los recambios que Puigdemont propone --Jordi Sànchez y Jordi Turull-- no tienen recorrido alguno, porque todos los encausados, sin excepción, serán inhabilitados en breve para la función pública. Y a Elsa Artadi la dan por descartada. Acabará de asesora de empresas y reabriendo embajadas, o algo así. ERC aspira sin disimulo a la presidencia de la Generalitat, y también a la Consejería de Economía. Los de la CUP, por la parte que les toca, ya tienen bastante con lidiar con sus incongruencias, que empiezan a aflorar, contribuyendo a la monumental sensación de caos general que vivimos; la sensación de que esto ya no se aguanta ni con puntales, y de que la tomadura de pelo a la que han sometido a su parroquia, y a los que no somos de la parroquia, roza lo sublime.

El coloquialismo catalán campi qui pugui! --sálvese quien pueda, o también: tonto el último-- encaja como anillo al dedo a la hora de describir el desbarajuste actual. Esta semana han desfilado ante Pablo Llarena unos cuantos encausados. Y hemos visto de todo... A una Mireia Boya, con el puñito alzado, que no se cortó ni un pelo y afirmó que lo de la DUI y todo lo que se hizo fue totalmente en serio, que aquí no caben las bromas, y que de no ser por la aplicación del 155, esto estaría ardiendo como Troya; Marta Rovira, por su parte, despejó balones, asegurando que ella veía, para variar, miles de muertos, y que el 1-O intentó convencer al president para que suspendiera el referéndum y no le hicieron ni puñetero caso; Marta Pascal, como era previsible, le echó las culpas a Carlomagno --perdón, a KRLS--, y restó importancia a la declaración del 27-O; finalmente, Artur Mas le puso la guinda al estrapalucio al declarar que todo fue simbólico, que todo se exageró, que era estética política, postureo puro y duro del que todos eran muy conscientes, y que si lo hicieron fue por no echar un jarro de agua fría a ese pueblo unido, festivo, alegre y combativo, que les sigue ciegamente sandalia en mano.

El coloquialismo catalán campi qui pugui! --sálvese quien pueda, o también: tonto el último-- encaja como anillo al dedo a la hora de describir el desbarajuste actual

En cuanto a Anna Gabriel --¡cómo olvidarse de ella!--, ya saben, queridos amigos, que tras pasar varias semanas oculta en un selecto centro de estética pour la minorité, nuestra furibunda cupera ha tomado las de Villadiego, hermosa localidad alpina ubicada en el cantón marxista de Suiza, donde acabará sus días impartiendo clases de derecho revolucionario a fin de épater le bourgeois...

Alguien dijo, hace muchos meses, que lo de Cataluña sólo se solucionaría con un tren cargado de psiquiatras. Demasiado tarde. Ahora mismo precisamos con urgencia de cientos de miles de camisas de fuerza y de decenas de miles de celdas acolchadas, porque el independentismo ceballut --el tozudo, el que nunca verá otra realidad más allá de sus narices, aunque baje Dios y les diga que están atontolinados-- sigue en sus trece: organizan sopars grocs (cenas amarillas) de pago, por los presos políticos, en las que todo el menú, los platos, los manteles y la decoración es amarilla; también ayunos, colectas, colgada de lacitos y un sinfín de actividades para pagar los dorados exilios de los caraduras que los han utilizado a su antojo. Ahora se animan, unos a otros, por las redes, llamando a reventar el acto oficial de inauguración del MWC, llegando a proponer protestar en pelota picada --sí, han leído bien, no me lo estoy inventando--, para poner en evidencia al Borbón y mostrarse ante el mundo como si fueran a ser exterminados en una cámara de gas por los franquistas españoles.

Lo dicho, damas y caballeros... Hay que apiadarse de ellos, porque están más zumbados que una cabra montesa tras comerse una amanita phalloides por error.