Este verano ha visto el segundo confinamiento masivo, y esta vez voluntario, provocado por la ola de calor, al que se han sometido de buena gana los ciudadanos, pero sólo los que cuentan en casa con una instalación de aire acondicionado. Los que no, han prodigado más las salidas, pues da lo mismo ahogarse de calor en casa, pegados al ventilador, que achicharrarse en la calle, donde, además, siempre está la posibilidad de encontrar sitio en alguna cafetería con aire acondicionado en donde dejar pasar las horas, bebiendo pinta tras pinta de cerveza. Luego, sin embargo, era inevitable salir del bar y recordar de golpe el bochorno, recibir la bofetada del calor, volver a sentirse mal.

Leí (ayer, en Consumidor Global) que la alta demanda tiene colapsadas a las empresas instaladoras de aire acondicionado de toda España. No me sorprende. Ya que es muy humano acordarse de Santa Bárbara sólo cuando truena, y en este caso tomar la decisión de refrigerar el piso de manera que el verano se vuelva soportable, cuando ya es julio o incluso ya ha llegado agosto. “Hasta entonces”, explica el prestigioso psicólogo conductista Iam Afake, “hasta que empieza el calor insoportable, la mayoría de la gente se resiste a instalar en casa refrigeración, porque saben que el consumo de energía no es precisamente barato y no están seguros de podérselo permitir. Pero cuando llegan los días tórridos y la atmósfera es candente, y empiezan a no poder conciliar el sueño por las noches, se dicen: ¡Al diablo con las economías! ¡Así no se puede seguir! ¡Que me lo instalen ya mismo!”.

Mis amigos escritores se dividen en dos clases o castas: por un lado están los que tienen aire acondicionado en casa siquiera en una estancia, y durante todo el verano han podido abstraerse de la ola de calor y seguir escribiendo tranquila y serenamente, a ritmo constante, su obra (que versa sobre las incertidumbres del amor y lo injusto que es el mundo); y por otro lado, los que no lo tienen y no han podido concentrarse, y su producción literaria ha sido escasa, casi insignificante. Al no poder descansar por la noche, por culpa de las altas temperaturas, que no cedían un poco hasta las cinco de la mañana, se levantaban groguis, pasaban el día adormecidos y de mal humor, y en los pocos párrafos que han podido pergeñar se trasluce ese malestar difuso, ese estado de irritación de quien lleva noches durmiendo a duras penas: en esos párrafos el amor es un timo y el mundo no es que sea injusto, es que es un estercolero. Una leprosería con pretensiones.

Ahora la pregunta que la gente se hace cuando se encuentra en la calle ya no es “¿cómo estás?”, ni “¿a dónde os vais de vacaciones?”, ni “¿qué tal tu familia, todos bien?”, sino: “¿Tienes, en casa, aire acondicionado?”. Según la respuesta que dé, el interlocutor suscitará envidia o compasión. Estar fresco en casa va a ser, por culpa de las altas temperaturas asociadas al cambio climático, el lujo supremo. Con el encarecimiento y la escasez de la energía, ese lujo será más oneroso, pero no más exclusivo, porque se habrá vuelto imprescindible para la mera supervivencia física, especialmente de los ancianos, que sufren más con las olas de calor, y muchos renunciarán a los aguacates y los kiwis gold y a las cosas más básicas para no privarse del aire acondicionado, y las posibilidades que éste brinda, con su clima propicio y fresco, de seguir trabajando para poder pagarlo...