Hay en la estación de metro de Hospital Clínico un anuncio que dice: "Nunca hubiera pensado que lo peor de la vejez fuera la soledad".

Y en la foto se ve a una señora entrada en años, de ojos tristes y rostro arrugado, mirando entre los visillos de una ventana hacia la calle, donde se supone que la vida circula, discurre, se encuentra consigo misma. Ahí afuera hay gente haciendo cosas, conociéndose, acaso amándose. ¡Gente joven!

La verdad es que no sé si es el anuncio de algún servicio de compañía del Ayuntamiento de Barcelona, de o una ONG, o de qué. Porque la señora de la foto parece tan triste, la foto es tan deprimente, que cada vez que la veo desvío la mirada y salgo disparado sin detenerme a saber más.

Para mí, esa foto de la maldita vieja no sólo es el símbolo perfecto de la vejez solitaria y de la soledad involuntaria, de la soledad indeseada, sino toda una requisitoria sobre el sinsentido de la vida humana, de la vida que llevamos, lo que con ella conseguimos, adónde nos lleva.

¿Cómo nos metimos en estos atolladeros? ¿Cómo hemos permitido que la aventura de vivir termine así? ¿Somos tontos o qué?

Ese maldito anuncio, esa foto, he llegado a la conclusión de que no habla sólo de nuestra condición senescente y mortal sino también sobre nuestra desvalida y pequeña estupidez. ¿Cómo nos metimos en estos atolladeros? ¿Cómo hemos permitido que la aventura de vivir termine así? ¿Somos tontos o qué?

En los últimos días, además, cuando veo esa foto pienso en Japón, porque he leído en la prensa que allí se ha declarado un grande y grave problema: el problema de los criminales ancianos.

Una enorme cantidad de viejecitos que durante toda la vida habían sido escrupulosamente respetuosos con el ordenamiento jurídico al llegar a ciertas edades provectas se lanzan a cometer delitos más o menos graves para que les metan en la cárcel.

Sí, esos viejos delincuentes no procuran cometer el "crimen perfecto". Al revés, dejan muchas pistas para asegurarse de que la policía les pille. Pues el único objetivo de sus delitos es que les detengan y que les lleven a la cárcel.

Allí, en presidio, vivirán mejor que en casa, sobre todo porque estarán menos solos. Ya que en las celdas de enrejadas ventanas, en los patios entre altísimas paredes, en los comedores multitudinarios, podrán conversar con otros viejos que, como ellos, han transgredido la ley sólo por afán de compañía. No estarán tan solos.

Todas las rarezas culturales de Japón no son nada comparadas con esta novedad: la de los viejos solitarios que procuran que les encierren en la cárcel para encontrar compañía

Como mantener a cada presidiario cuesta bastante dinero --en España le cuesta al Estado aproximadamente 150 euros diarios--, esta inclinación de los viejos está preocupando mucho a los servidores del País del Sol Naciente. No salen las cuentas.

Tengo que llamar a Isabel Coixet, que adora esos confines absurdos, para que, si entre la recepción de una medalla y la aceptación de un premio dispone de un momento, me explique qué maldita gracia les ve.

Dónde está la gracia del país de los hikikomori, esos chicos asociales que subsisten a base de sopas instantáneas y que no salen nunca de la casa de sus papás, ya que la vida social les aterra y les repugna; ese país donde se inventaron los bares de gatos, para que los clientes puedan satisfacer sus anhelos de ternura acariciando gatos; el país de los bares de striptease donde las camareras van y vienen, en minifalda y sin bragas, sobre un suelo de espejos, y donde los clientes, enguantados con guantes de látex, pueden hurgar en sus vaginas; el país con los primeros hoteles donde te atienden robots antropomorfos; el país donde se reúnen grupos de adolescentes en automóviles aparcados en callejones para suicidarse en grupo.

Todas estas rarezas culturales, con las que Japón hace denodados esfuerzos por llamar nuestra atención, no son nada, me parece a mí, comparadas con esta novedad: la de los viejos solitarios que procuran que les encierren en la cárcel para encontrar compañía.

Lo cual, a lo mejor, se puede interpretar como un éxito del sistema penitenciario japonés, que es tan suave, tan amable, tan seguro, que resulta deseable para la tercera edad.

Aunque naturalmente también se puede ver como un fracaso de la libertad, de la vida en libertad; y como la confirmación de aquella balada que decía "a veces pienso que el mundo es una gran cárcel / donde unos son los presos y otros los carceleros".