Le han dado el premio Príncipe (o Princesa) de Asturias a Joan Manuel Serrat, lo cual, al margen de la importancia de ese galardón, viene al pelo para hablar de él. Para hablar bien, naturalmente.

Pero, sobre todo, para apuntar a un misterio que hace ya muchos años que me interpela. En seguida lo expondré, pero ya adelanto que la única explicación que se me ocurre a ese misterio es que Serrat sea una persona excepcionalmente inteligente, casi un superdotado, pero que lo disimula incesantemente.

Para tratar de descifrar ese misterio, le he escuchado en la tele cuando, en conversación con locutores que siempre se sienten cómplices (lo que significa que él sabe insuflar en ellos una comodidad, una cercanía desinteresada), promociona sus discos y se somete a estas exigencias de la publicidad; he leído sus entrevistas, incluso asistí en la Pompeu a un homenaje-diálogo con Micó, y de nada me ha servido.

Le sigo, lo escucho desde que empezó, desde sus primeros discos en catalán, donde su voz, entonces aterciopelada, cantaba como si viniera desde muy lejos versos propios (Cançó de matinada) o ajenos (Me’n vaig a peu), versos precisos, evocadores, rimas a veces sorprendentes, elípticas, a veces ripiosas, pero salvadas por la melodía, otras veces de alta categoría lírica. De la música, casi siempre correcta, aunque la orquestación nunca me convencía, no hablo, pues no tengo conocimientos ni educación para juzgarla, pero, en fin, se trataba de canciones, y puedo decir que ritmo y melodía suelen estar bien ajustados a los versos –o viceversa, claro–.

Lo que me interpela es la contradicción entre sus logros en este aspecto tan importante con su personaje público.

En esas comparecencias que he mencionado, se presenta como “un tío” natural, simpático, sencillo, de buen rollo, que rehúye tomarse en serio y hablar en serio. De libros, de poetas, de poesía, de otros cantantes, de otros músicos, de si prefiere Chopin o Mozart, nunca habla. Si menciona a alguien, es de pasada, nunca con detenimiento y atención. Se diría que quiere hacer creer que su talento es espontáneo, que no tiene libros en casa, que no ha leído a los poetas. Que él es más de tomar el sol en la Barceloneta…

¿Será para no enajenarse la simpatía de los públicos menos cultivados? Recuerdo que Joaquín Reyes, cuando alguien le preguntaba por la vulgaridad de algunos chistes suyos, escatológicos o sexuales, explicó que los metía aposta en sus monólogos, porque si no lo hiciera el público se sentiría incómodo, expulsado de su show. Así, por la vía de la palabrota, establecía con el público una fraternidad.

Es posible que Serrat afecte una campechanía rayana en la simpleza, cuando en realidad es un intelectual de gran formación, y en su casa haya una habitación con cartel de “prohibida la entrada” donde tiene una biblioteca extensísima, y allí pasa las horas muertas leyendo fervorosamente y aprendiéndose de memoria la mejor poesía de la historia. Si llama alguien a la puerta de su casa, él sale de esa biblioteca, cierra cuidadosamente con llave, sale al vestíbulo a recibir al visitante, y le dice: “Qué, tito, tito, ¿nos vamos a comer una paella al chiringuito de la playa? Con alioli, que así entra mejor la sangría. ¡Hace días que no pienso en otra cosa!”. Puro teatro.

Porque si piensas, por poner un ejemplo, en su canción más (justamente) celebrada, constatas que ya la sintaxis de su primera estrofa es extrañamente enrevesada, casi barroca y poco pop.

Primero vienen sintagmas subordinados: “Quizá porque mi niñez sigue durmiendo en las playas/ y escondido tras las cañas duerme mi primer amor…”, y sólo luego, el sujeto y el verbo principal y la idea (“…llevo tu luz y tu olor por donde quiera que vaya”) que desarrollarán, ilustrarán, las siguientes estrofas. Esto es brillante, y complejo. ¿Cómo va a escribirlo el tipo de la paella y el alioli? Y ya sin mencionar pareados, o ripios –pero ¿qué pareado no tiende a ripio?– afortunados: “A fuerza de desventuras/ tu alma es profunda y oscura”, o “a tus atardeceres rojos/ se acostumbraron mis ojos/ como el recodo al camino”, etcétera.

Y estos alardes los hace con igual solvencia en los dos idiomas. Pienso ahora en otra canción que, en algunas lejanas tardes perezosas de primavera barcelonesa, como la que ella describe, me impresionaron, en No hago otra cosa que pensar en ti (1981). Sobre el tema de la obsesión amorosa se han escrito mil boleros, mil variaciones, pero ¿cuántas en que el autor diga que se asoma a la ventana y sólo ve “a un vecino que también se rascaba la cabeza”? ¿Y que luego alce la vista al techo, buscando inspiración, “y me quedé colgado en las alturas” para, a renglón seguido, yendo de lo “elevado” al prosaísmo más cotidiano, observar que, “por cierto, al techo no le iría nada mal/ una mano de pintura”?

En fin, ¿cómo puede, uno que se hace llamar El Nano y posa de contento y coleguilla, escribir versos tan bonitos y certeros, signos de una mente elaborada? No me explico esa dualidad o por lo menos fisura entre el personaje y el autor, que desde luego no se da en su colega y amigo Sabina, ni en Raphael o Julio Iglesias, ni por supuesto en otros dos juglares que han recibido el mismo premio Príncipe de Asturias, Dylan y Cohen.

Yo creo que Serrat verdaderamente es… sencillote y elemental, pero en aquella habitación de la que hablaba tiene encerrado, atado con una cadena a la mesa, a un gran poeta que es el que le escribe las canciones, mientras El Nano se va con los amigotes a la playa, en chanclas y con la toalla al cuello, a darse un chapuzón y luego a comer otra paella. Regada con sangría.