La Junta de Andalucía aprobó esta semana un decreto que modifica o deroga parcialmente 21 leyes y 6 decretos. La principal consecuencia de la medida es que, de un plumazo, elimina o simplifica un centenar de trámites burocráticos. A la vez, instaura un clima liberalizador, cuyas brisas tonificantes alcanzan a sectores tan amplios como el comercio, la industria, la pesca, el turismo, la energía y la salud.

Así, de forma sumaria y elemental, se ha suprimido una multitud de trabas, controles, barreras y papeleos perniciosos, que interferían coactivamente los mercados y lastraban las más variadas actividades económicas.

Toda empresa o individuo deseoso de participar en los mentados ramos, transitará a partir de ahora por caminos más desbrozados y con menos cargas. En definitiva, Andalucía ha sentado las bases para una mayor generación de negocios, empleo y riqueza.

No pocos gobernantes abrigan la obsesión enfermiza de inmiscuirse en el quehacer de los ciudadanos, intervenir hasta los más intrincados recovecos de la conducta humana y asfixiarla con reglamentaciones exhaustivas.

El efecto inmediato de semejante intervencionismo es que restringe la competencia y dinamita los esfuerzos de los emprendedores para tratar de mejorar la productividad del sistema.

Los políticos creen a pies juntillas que su sabia mano es imprescindible para la gobernanza nacional y que es su deber regular y exprimir todo lo que se ponga a tiro.

Sin embargo, lo que las empresas necesitan es justo lo contrario, a saber, menos dirigismo y más libertad para desenvolverse.

Cataluña brinda un ejemplo palmario de la situación descrita. Me refiero al Ayuntamiento de Barcelona, gobernado por la ultraizquierdista Ada Colau. Antes de llegar a la alcaldía, esa aventurera no había trabajado nunca. Su expediente laboral cabía en una hojilla de papel de fumar. Y su entretenimiento predilecto residía en la nada edificante tarea de okupar al asalto locales ajenos. Mas he aquí que, de la noche a la mañana, casi sin solución de continuidad, pasó a liderar el consistorio de Barcelona, dotado con nada menos que 13.000 empleados.

La afición paranoica de Colau a embestir contra todo lo que no es de su gusto personal, está ocasionando efectos altamente funestos para los barceloneses.

Antes de encaramarse al coche oficial, prometió que acabaría de una vez por todas con los desahucios y con la subida del precio de los arrendamientos. Como tales hazañas le sabían a poco, aseguró también que iba a poner en marcha un ambicioso plan de construcción de moradas para los más desfavorecidos. En definitiva, ella solita acabaría para siempre con esa lacra endémica de la capital.

Pero van transcurridos casi cinco años desde su desembarco en la plaza de Sant Jaume y el resultado no puede ser más desolador. En este periodo, los lanzamientos han expulsado de sus casas a unas 50.000 familias de la Ciudad Condal. A la vez, el aumento de los alquileres no solo no se ha frenado, sino que se ha catapultado un 40%.

En cuanto al suspirado parque de pisos sociales, brilla por una ausencia atronadora. En lugar de ellos, la insuperable Colau se ha sacado de la manga los mini habitáculos, unos cubículos de 26 metros cuadrados albergados en contenedores de barco. Hasta ahora, la colectivista Colau solo ha sido capaz de poner en servicio la ridícula suma de 12 de ellos.

Como el fracaso de la primera edil en materia de vivienda es arrollador, el año pasado dio en parir una genial ocurrencia, consistente en endosarle el muerto a los promotores inmobiliarios. Desde entonces, les obliga a destinar un 30% de las mansiones de nueva construcción a alojamientos sociales.

Secuela insoslayable de tamaña cacicada es un derrumbe casi completo de las promociones. El parón se empezará a notar con fuerza dentro de un año y medio o dos, cuando las actuales existencias se agoten. Para entonces, la oferta de cobijos nuevos se habrá esfumado. Y la consiguiente pulsión alcista de los precios será imparable.

Otra de sus ideas luminosas reposó en ordenar manu militari una moratoria hotelera. La puso en marcha en julio de 2015. Salvo para quienes a la sazón ya disponían de permiso de obras, está terminantemente prohibida la apertura de nuevos establecimientos. Tal decisión fulminó inversiones por más de mil millones, que habrían significado crear varios millares de puestos de trabajo.

Además, en el colmo de los despropósitos, al parque actual de hoteles le está vedado ejecutar toda obra de mejora o reforma. Solo se conceden permisos si los peticionarios se comprometen a reducir el número de habitaciones. No parece sino que Colau se ha metido entre ceja y ceja acabar con el censo entero de alojamientos.

Otra de sus manías atañe a los apartamentos turísticos y las web de arriendos. A unos y otras los persigue a sangre y fuego con inspecciones y multas a discreción.

Al margen de estos cuantiosos daños sectoriales, la inigualable sectaria ha propinado a todos los barceloneses una subida estratosférica del impuesto sobre bienes raíces, el famoso IBI. Para Colau, cualquiera que posea hogar en propiedad o un local comercial es un rico de tomo y lomo, y por tanto merece ser frito con una lluvia de impuestos.

Tengo para mí que los inductores del encumbramiento de ese personaje al frente de la corporación municipal cometieron un error imperdonable. Los contribuyentes lo pagaremos durante mucho tiempo.

Los políticos son simples aves de paso. Pero los estragos que puede ocasionar una indocumentada con mando en plaza son enormes. Me temo que los desastrosos efectos de la era Colau se dejarán sentir durante largo tiempo.