Al observar a los países con los que compartimos una profunda relación histórica —Francia, Alemania, Reino Unido e Italia— se percibe un estremecimiento que recorre sus estructuras sociales y políticas. El ascenso de fuerzas políticas con discursos duros y excluyentes ha dejado de ser una proyección para convertirse en una realidad palpable. Esta misma tendencia se manifiesta en nuestro propio territorio.  

Este clamor, este rugido, lleva años gestándose. Europa ha dedicado cerca de 15 años a analizar sus causas, enfrentando aún los efectos negativos —y las medidas paliativas— de la crisis financiera de 2008. Aunque se ha generado más riqueza y crecimiento económico, la distribución de estos beneficios ha sido profundamente desigual, lo que ha ampliado la brecha social.

La situación de la vivienda y el futuro de los jóvenes merecen especial atención. Se ha intentado compensar estas desigualdades mediante un aumento del gasto social, pero los ingresos públicos —principalmente los impuestos— se encuentran en constante cuestionamiento.

En este contexto, marcado por un relato centrado en la necesidad de ampliar las ayudas sociales, resulta políticamente inviable hablar de ajustes o recortes. Esta dinámica se observa claramente en países como Francia, Alemania, Reino Unido y otros.  

Los poderes públicos se ven desbordados ante la creciente demanda social y la dificultad de ofrecer respuestas eficaces. Se ha construido un catálogo de expectativas y necesidades que, en muchos casos, son complejas y costosas de satisfacer. La propuesta de incrementar la fiscalidad, aunque inmediata para algunos, conlleva implicaciones que no pueden ignorarse.

Este esfuerzo fiscal debería ir acompañado de una mejora sustancial en la calidad, eficacia y eficiencia de los servicios públicos, aunque con frecuencia se ve obstaculizado por una burocracia excesiva que desincentiva la innovación y la agilidad administrativa. Esta situación genera malestar social, aprovechado por discursos excluyentes, especialmente dirigidos contra personas migrantes. La culpa, como es habitual, se atribuye a “los otros”.  

Es necesario abordar con seriedad el funcionamiento de los servicios públicos, especialmente en lo que respecta a los derechos y deberes de quienes llegan a nuestro país y de quienes han nacido en él. Debemos analizar con transparencia los mecanismos de acceso a las ayudas públicas, evitando caer en relatos ideológicos simplistas o en posiciones apriorísticas.

La historia del siglo XX nos ofrece lecciones que no debemos olvidar: este ha sido —y sigue siendo— un país de emigrantes e inmigrantes. La historia, como la rima, a veces se repite. Recordar nuestro pasado no solo es útil, sino imprescindible. 

Es urgente realizar un ejercicio de realismo: todo tiene un coste. La pedagogía sobre la gratuidad y las bonificaciones debe conducirnos a una comprensión más clara de la realidad actual. Es necesario explicar y priorizar lo urgente —como los  desastres naturales, los incendios—; lo importante —como la vivienda y la gestión migratoria—; y lo estratégico —como el agua y la energía—.  

El paradigma de que el Estado debe resolverlo todo resulta insostenible. No se ha hecho el esfuerzo suficiente para explicar que cada servicio tiene un precio. El realismo, seamos francos, no genera rédito electoral. Como siempre, la pregunta clave es: ¿quién paga y cómo?  

En este contexto, es imprescindible abandonar los relatos falsos y la demagogia interesada. Debemos ser claros: necesitamos inmigrantes, sí, pero con derechos y deberes para todos, y sin espacio para la picaresca. Nuestra economía sumergida  nos impide dar lecciones morales.

Es preferible revisar protocolos y criterios antes que caer en la criminalización o el castigo. Necesitamos marcos de convivencia claros y medidas legales precisas. Somos un país de acogida, sí, pero también un país que debe garantizar el orden y la transparencia, sin trampas ni atajos.  

Escuchemos las voces de una Europa que siente miedo. Aprendamos a distinguir entre lo esencial y lo anecdótico. El rugido debe transformarse en acción. Es mejor  equivocarse intentando soluciones que permanecer inmóviles esperando que los  problemas se resuelvan por inercia. No permitamos que las farsas de ciertos actores políticos distraigan a la ciudadanía; al contrario, podrían estar alimentando la ilusión de soluciones fáciles.  

Salir del confort es difícil, pero hoy es inevitable. Si no actuamos, Europa corre el riesgo de convertirse en una especie en peligro de extinción.