La exigencia de Junts per Catalunya de castigar a las compañías que huyeron a otras zonas de España por el procés tiene un recorrido más corto que el rabo de un conejo, como decimos por estos andurriales.

Semejante pretensión es irrealizable. Constituye una insensatez mayúscula y un disparate como la copa de un pino. La mejor forma de atraer a las millares de firmas fugitivas no es precisamente amenazarlas con multas o molerlas a palos, sino brindarles facilidades y, sobre todo, una acrisolada seguridad jurídica.

Que tal demanda la formule un partido de centroderecha burgués como el que lidera Carles Puigdemont, tahúr de Waterloo, significa la enésima prueba de que la cúpula de Junts ha perdido el norte y padece delirios alarmantes.

A este respecto, no es ocioso recordar cómo ha ido evolucionando el discurso de la formación separatista, según dónde soplaba el viento en cada momento o le convenía a sus intereses.

El primero que salió a la palestra es el hoy amortizado Artur Mas. Proclamó en un mitin que, en caso de independencia, ningún banco se marcharía de la comunidad. “¿Y sabéis por qué no se irán?” –preguntó a sus aguerridos seguidores–. “Porque Cataluña representa el 20% del PIB del Estado español. Y ningún banco se va a querer hacer daño a sí mismo”.

Que santa Lucía conserve la vista al lumbrera señor Mas. Como pitoniso no tiene precio. No solo emigraron a toda pastilla la Fundación La Caixa, Caixabank y Banco Sabadell. También lo hizo la inmensa mayoría de las corporaciones cotizadas en bolsa.

Todavía estábamos en plena estampida cuando los prebostes del Govern y sus terminales mediáticas de propaganda mudaron de cantinela. En un intento de quitar hierro al asunto, cacarearon tan panchos: “No se ha ido una sola entidad. Se limitaron a mover el domicilio social. Y ello no tiene la menor importancia, porque da lo mismo que la sede radique aquí o en Lugo”.

Meses después, acaeció un nuevo giro, este de dimensiones copernicanas. Los prebostes del secesionismo adujeron con su habitual arrogancia que las sociedades asentadas en otros lares se pueden quedar ahí por siempre. “Que las zurzan y no vuelvan nunca jamás. No las necesitamos para nada”, pontificaron.

Ahora mismo, en otro cambio de rumbo estupefaciente, están lanzando una andanada de coacciones de corte siciliano. Anuncian que aplicarán sanciones a las osadas que se pusieron a resguardo de las inclemencias soberanistas.

En resumen, los fríos datos del Registro Mercantil revelan que desde el pucherazo del 1 de octubre de 2017 hasta finales de 2023, han ahuecado el ala más de 9.000 compañías.

Por cierto, el éxodo no comenzó en dicha fecha, sino mucho antes. Arrancó con el inefable Artur Mas como president, cuando como un moisés redivivo blandió el estandarte del “proceso participativo” y el viaje a Ítaca, con helado de postre incluido en el menú.

Crónica Global ya detectó las primeras evasiones en la lejana fecha de 2015. A la sazón, era un chorreo creciente. En el intervalo comprendido entre 2014 y mediados de 2017, se evaporaron 3.500. Cuando explotó el 1-O, se transformó en un diluvio.

Por fortuna, las aguas se han calmado, pero ni de lejos han desparecido las defecciones. En 2022 se deslocalizaron 850 firmas. En 2023 ha continuado el desalojo con otras 600.

Resulta ilusorio pensar que los exilios cesarán a corto plazo. Mientras los gerifaltes de la plaza de Sant Jaume sigan intimidando al tejido productivo con el dichoso referéndum, las escapadas no se detendrán.

Además, de forma paralela ocurre otro tipo de fugas silenciosas. No consisten en desplazar el domicilio societario, sino en borrar todo rastro de sus orígenes catalanes. El motivo es obvio. Tras una década de dislates, sobre la piel de toro campa a sus anchas un hartazgo con todo lo que huela a nuestras cuatro provincias.

A este respecto traigo a colación dos ejemplos elocuentes. Uno es el de la Mútua General de Catalunya. A finales de 2019 sus mandarines, comandados por el veterano presidente Bartomeu Vicens, sustituyeron el nombre de la institución por el impersonal de MGC Mutua. Con esa ocultación de su procedencia vernácula pretendían facilitar la proyección de sus actividades al resto de España. El asunto tiene miga, pues la cúpula de la casa estuvo poblada desde su fundación en 1984 por viejas glorias pujolistas de Convergència.

El otro caso es el del titán de los seguros Catalana Occidente, que alberga unos espectaculares fondos propios de 4.300 millones. Cuando estalló el procés, trasladó de inmediato el cuartel general a un edificio de su propiedad, sito en el paseo de la Castellana madrileño. De esta forma, puso fin a un siglo y medio de estancia en Barcelona, la ciudad que le vio nacer en la lejana fecha de 1864.

La drástica medida se perfeccionó en febrero de 2023. A la sazón, la acaudalada familia Serra, accionista mayoritaria, decidió que en lo sucesivo, su enorme imperio financiero e inmobiliario se titule Occident, a secas. Así, borró de un plumazo toda referencia a sus raíces mediterráneas.

Los habitantes de esta esquina de la península Ibérica sufrimos desde hace décadas una plaga bíblica sin parangón en la Unión Europea: la de una casta política aldeana y extractiva, que practica una soez rapiña y de propina nos ha sumido en un infierno fiscal pavoroso.

Un dato resume como pocos el atronador fracaso de la Generalitat y el inmenso daño que han ocasionado los nacionalistas. En los últimos 12  años, el PIB de Madrid ha crecido el doble que el de Cataluña.

La conclusión es meridiana. Cuanto mayor es el autogobierno, peor nos van las cosas. Es lo que cabe esperar cuando la batuta de mando se halla en poder de una caterva de vividores e inútiles.