Ante lo que está ocurriendo solo tengo dos certezas. Primera, Pedro Sánchez será reelegido presidente del Gobierno esta semana en primera vuelta, y aunque su legitimidad democrática no debería ser discutida por nadie en el Congreso, en la calle muchos sí lo harán.
Segunda, lo de la amnistía y los pactos con los independentistas no acabará bien para el PSOE. Imposible saber cómo y cuándo ocurrirá, pero no se puede gobernar en contra de la mayoría de la sociedad. Para muchos ciudadanos el nuevo Gobierno, cuya composición conoceremos este viernes, será moralmente ilegítimo porque nace de la impunidad para los delitos del procés sin que se haya producido ningún examen crítico por parte de los independentistas y sin la renuncia de Junts y Carles Puigdemont, que es quien ha protagonizado la negociación con los socialistas, de repetir acciones unilaterales.
Todo lo contrario, en las entrevistas que han dado algunos de sus dirigentes estos días, empezando por la presidenta del partido, Laura Borràs, han subrayado que ellos no han renunciado a nada, y consideran que la vía unilateral quedaría reforzada si las negociaciones fracasasen y los mediadores internacionales comprobasen la falta de voluntad del Estado español por acordar un referéndum.
Es cierto que el separatismo no está en condiciones de volverlo a hacer, ni hoy ni pasado mañana, pero una amnistía que no reconcilia a nadie, sino que humilla a muchos catalanes constitucionalistas, que sitúa el origen de todo en la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto, que cuestiona indirectamente la actuación de la justicia o el papel del Rey el 3 de octubre, y que además va acompañada de un pacto que relanza la negociación sobre una consulta, desde el extranjero y con mediadores internacionales, es de imposible digestión para la mitad de España.
Tampoco la dicotomía amnistía o Vox es aceptable, más allá de la demagogia polarizadora. Además, la ley plantea enormes problemas al Estado de Derecho, a la separación de poderes, empezando por su dudosa constitucionalidad, y de ahí la crítica atronadora de jueces, fiscales y abogados.
Afirmar coma ayer hacía el ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, que "la nueva norma hace mejor España, convirtiéndola en un país más habitable y con mejor convivencia", es de una ceguera enorme. Es profundamente estúpido. El domingo pasado hubo manifestaciones multitudinarias y el malestar va más allá de la derecha política y mediática, y alcanza a muchísimos votantes socialistas que hubieran preferido la repetición electoral.
Josep Borrell, desde una gran prudencia por el cargo comunitario que ostenta, ha expresado su "enorme preocupación" por esos pactos, y dejado el siguiente mensaje: "Todo el mundo que me conoce y sabe de mi trayectoria ya puede imaginarse lo que pienso". No hace falta decir nada más.
El clima sociopolítico es asfixiante y el enfrentamiento entre poderes, empezando por el Senado contra el Congreso, de los órganos judiciales contra el Gobierno, etcétera, va a ser lo nunca visto en democracia.
La aplicación de la ley estará llena de obstáculos, problemas, recursos, y la crispación en la vida española hará pequeñas las anteriores disputas. La irresponsabilidad de Sánchez es enorme y el PSOE puede acabar abrasado para muchos años, sobre todo fuera de Cataluña, sin que el PSC recoja tampoco ningún beneficio.
Todo esto me recuerda a cuando José María Aznar se empeñó a meter a España en la guerra de Irak, en contra de la opinión pública, también con multitudinarias manifestaciones de protesta y mil y un manifiestos de condena. Aunque en su partido nadie osó llevarle la contraria, fue un desastre para el PP a medio plazo. Aznar actuó desde el engreimiento y la soberbia, Sánchez desde un cinismo desmedido. En política no todo vale.