En la política, las formas siempre han sido importantes. Un dirigente puede buscar lo mejor para sí mismo más que para el país, la comunidad o la ciudad, pero sin que los votantes lo noten. Los políticos deben intentar hacer feliz a la población y una sustancial parte de esta lo es más si cree que alguien vela por ella que si constata que se ha quedado huérfana.
En temas claves, alguna vez, pero jamás de manera habitual, puede hacer lo contrario de lo prometido. No obstante, debe justificar su cambio de criterio e incluso en determinadas ocasiones convocar a los ciudadanos a una votación para que refrenden o no su nueva posición. No se trata solo de vencer, sino también de convencer, siendo lo segundo el mejor antídoto para que los electores no le abandonen en los próximos comicios.
No obstante, jamás debe traicionar a sus votantes, especialmente si su actuación afecta a los sentimientos de muchos de ellos y el pacto, con un partido con prioridades muy diferentes al suyo, supone una humillación para una gran parte de su electorado. En dichas condiciones, la conservación u obtención del poder suele ser pan para hoy y hambre para mañana.
En los últimos años, en la política española las anteriores reglas prácticamente han desaparecido, pues la mayoría de los dirigentes ni mantienen las formas ni aspiran a conservar la lealtad de los votantes. En dicho período, hemos observado la conversión de uno de los principales partidos en una empresa familiar, después de múltiples purgas de los militantes que discreparon del amado líder o su mujer.
También hemos visto la desaparición de una formación, después de que su principal dirigente rechazara una vicepresidencia, enterrara la posibilidad de llevar a cabo una sustancial parte de su programa electoral y condujera al país a unas nuevas elecciones. Una gran osadía que comportó una cara factura, pues la mayor parte de sus antiguos votantes le retiró su apoyo y en seis meses el partido pasó de 57 a 10 escaños en el Congreso.
El virus que afectó a Podemos y Ciudadanos lo padece ahora el PSOE. Al igual que hicieron Pablo Iglesias y Albert Rivera, Pedro Sánchez deja claras sus intenciones y también su principal objetivo: la culminación de un proyecto personal iniciado en 2014. Ese consiste en continuar como presidente de Gobierno el mayor tiempo posible, ya sea para disfrutar de su cargo o utilizarlo como puente hacia otro de gran relevancia internacional.
Para conseguir dicho propósito, vale casi todo y las líneas que anteriormente eran rojas e imposibles de pisar o traspasar se han transformado de la noche a la mañana en verdes. La conversión no la ha logrado un hada madrina ni el mago Merlín, sino siete votos, los necesarios para asegurarse el apoyo de Junts per Catalunya a su investidura.
Dichos votos han hecho que una amnistía que hace unos meses no tenía cabida en la Constitución pasara a ser plenamente compatible con nuestro ordenamiento jurídico, así como que en pocos días Puigdemont dejara de ser un fugado de la justicia y se convirtiera en alguien honorable con quien negociar el futuro de España. Todo ello porque, según Pedro Sánchez, “de la necesidad hay que hacer virtud”.
A pesar de los precedentes, el presidente del Gobierno no está preocupado por las repercusiones electorales de sus últimas actuaciones. En primer lugar, debido a que confía en su permanente suerte. En segundo, porque una furibunda reacción de la derecha en contra de la amnistía espera que le vuelva a convertir en un mártir. Es lo que hicieron Susana Díaz y sus aliados en 2016 después de un caótico Comité Federal del PSOE. En tercero, porque considera que a los votantes no hace falta fidelizarlos, simplemente basta con comprarlos.
Para conseguir lo último, es suficiente con una elevada subida de las pensiones en el ejercicio previo a las elecciones, la concesión de un subsidio al alquiler a los jóvenes cuya edad está entre 18 y 35 años o un gran aumento del salario mínimo durante diversos ejercicios. Para él, la población no tiene memoria y solo se acuerda de las últimas medidas adoptadas. Si estas le favorecen, lo efectuado anteriormente tiene una escasa importancia y un pequeño o nulo efecto electoral.
Por tanto, ahora solo importa formar Gobierno, aunque el apoyo de los partidos independentistas comporte el pago a corto plazo de una factura extremadamente onerosa. La población enfadada dejará de estarlo cuando el Gobierno le ofrezca diversas dádivas que afecten a su bolsillo. Una magnífica publicidad convertirá de forma progresiva unas medidas intolerables en soportables y, después de cuatro años, casi todos los votantes las calificarán como acertadas. Así pues, un caro dispendio se transformará en uno muy barato o inexistente.
Desde mi perspectiva, un posicionamiento sumamente arriesgado. En primer lugar, porque los partidos independentistas catalanes han demostrado su insaciabilidad y su escasa fiabilidad como socios en numerosas ocasiones. Así, por ejemplo, Pedro Sánchez tuvo que convocar elecciones para abril de 2019 porque ERC no apoyó su proyecto de presupuestos.
En segundo, porque mediante la firma del acuerdo con Esquerra el PSOE ha pisoteado dos grandes líneas rojas y ha generado la expectativa de traspasar la más gruesa de todas. La primera es el orgullo nacional, muy tocado cuando el último partido reconoce explícitamente las equivocaciones del Estado al hacer frente al procés y la primera formación no admite ninguno de sus múltiples errores. Un acuerdo donde ninguno de los partidos menciona a las principales víctimas del procés: los constitucionalistas catalanes.
De manera implícita, el anterior pacto reconoce que el Parlament no inculcaba ninguna norma cuando anuló la jurisdicción de la Constitución en Cataluña el 6 y 7 de septiembre de 2017 y aprobó la ley que permitió convocar el referéndum del 1 de octubre. Sin duda, una gran dosis de jarabe de ricino muy difícil de digerir para los constitucionalistas catalanes y una parte de los españoles. Un sabor que tardará mucho en desaparecer de su boca, si alguna vez lo hace.
La amnistía sitúa a los políticos y simpatizantes independentistas por encima de las leyes gracias a los siete votos decisivos de Junts per Catalunya y permite que sus posibles delitos sean exonerados por dirigentes de otros partidos. En otras palabras, entierra a mil metros de profundidad la separación de poderes. Además, enmienda el trabajo de jueces que condenaron a algunos de los primeros y evita que vayan a juicio los actualmente investigados, si están directa o indirectamente vinculadas sus acciones con el procés.
Finalmente, las grandes cesiones realizadas a los partidos independentistas hacen presagiar a una parte de la población que el PSOE realizará una más: una votación que permitirá independizarse a Cataluña del resto de España, si salen más síes que noes. Para ello, solo hace falta que Pedro Sánchez cambie una vez más de opinión y, hasta el momento, lo ha hecho en numerosas ocasiones.
En definitiva, en los últimos meses, el PSOE se ha equivocado mucho, ha cedido demasiado ante los partidos independentistas y traspasado diversas líneas rojas de los españoles. En esta ocasión, sus medidas han tocado a los sentimientos de muchos de sus votantes y su reacción va a ser enviarlo a la nevera en una próxima votación.
Le tocará permanecer en ella durante un tiempo para recomponerse como partido, cambiar de líder y afrontar un nuevo proyecto. Debe decidir si continúa siendo una correa de transmisión de las voluntades de los partidos nacionalistas e independentistas de algunas autonomías o construye un proyecto de alcance nacional. En el caso de que opte por lo primero, le auguro la aparición de competencia dentro del espacio socialdemócrata.