Estos días hemos vivido un nuevo episodio del caso Celsa con la celebración del juicio que debe determinar el futuro de la compañía. Un embrollo monumental que puede interpretarse como uno más de los recurrentes episodios entre grupos inversores que pretenden controlar una corporación, disputas propias de esos fondos que mueven el dinero global a su antojo con el único objetivo de alcanzar el mayor rendimiento a corto plazo. Pero no es el caso: los contendientes en el caso Celsa representan dos mundos muy distintos.

Los acreedores adquirieron la deuda de la compañía a precio de saldo, por algo se les denomina fondos buitre, en una actuación más propia de apuesta de casino que de decisión sustentada en el conocimiento de la compañía y el compromiso con su futuro. Dado que, aún a trancas y barrancas, Celsa está saliendo del agujero, los fondos pretenden su control accionarial, mientras que la familia Rubiralta, fundadora y propietaria desde la década de los 60, no se muestra dispuesta a cederlo. Corresponderá a la justicia dictaminar quién sale vencedor de un entuerto legal muy complejo y sujeto a múltiples consideraciones de una y otra parte.

Más allá de lo que resulte del enfrentamiento, Celsa es un caso explícito y paradigmático de la preocupante deriva de nuestros tiempos: el tránsito descontrolado de una economía de base industrial a una de carácter financiero-digital.

La industria es arraigo por la implantación física de la fábrica, por la estabilidad de sus trabajadores y por el compromiso de un capital que piensa en el largo plazo. Lo financiero es volatilidad, indiferencia a cualquier territorio o colectivo humano y búsqueda del rendimiento inmediato. La familia Rubiralta hará todo lo que pueda para que la compañía prosiga en su forma actual: es su proyecto de vida. Los fondos buitre pueden tener tanto interés en el proyecto industrial de Celsa como el que yo pueda sentir por un concurso hípico en el Reino Unido. Por ello, dudo que se anden con remilgos para hacer lo que sea con tal de obtener una buena plusvalía.

Los grandes fondos se están haciendo con esta economía global, en la que campan a sus anchas por encima de cualquier regulador. Por ello, al margen de cómo acabe el caso, es de agradecer a los Rubiralta su acto de rebelión. Es una cuestión de decencia.