No es ninguna novedad que, ante unas elecciones generales o autonómicas, el presidente del Gobierno quiera colocar a sus ministros o a su personal de confianza como diputados. Algunos ya lo eran; otros, no. Es una práctica habitual que confirma, una vez más, el cesarismo y la nula democracia interna en los partidos. Pese a esta pésima costumbre, continúa sorprendiendo que para el reparto de cabezas de lista se utilice aún el método del cunero o paracaidista, tan desacreditado por caciquil, viejuno y decimonónico. Se criticó mucho, y con razón, que Vox pusiese como candidata por Granada a la cartagenera Macarena Olona, o que el vitoriano Javier Maroto fuese designado senador del PP por Castilla y León, previo empadronamiento en Segovia después de su descalabro electoral en Álava.

Ahora, el que fuera diputado por Madrid, denostado y después rehabilitado Antonio Hernando, encabezará la lista socialista por Almería; la cordobesa y redimida Carmen Calvo lo hará por Granada; el vizcaíno otrora conservador Grande Marlaska repetirá por Cádiz… La lista es infinita. No hay manera de enmendar esta práctica que tanto desacredita a los partidos por su descarado abuso del sistema electoral. De este modo enquistan señorías en el Congreso o en el Senado como si fueran cargos honoríficos, en lugar de promover a activos representantes de su respectiva circunscripción.

Hace poco más de 200 años, el camaleónico Talleyrand hizo ver a Luis XVIII que en su Carta constitucional faltaba precisar los honorarios que iban a percibir los diputados de la Cámara. El nuevo rey, contrario a los vientos que soplaban a favor de elecciones por sufragio censitario, le sugirió que fuesen cargos honoríficos y sin sueldo. Y el primer ministro le respondió: “Oh, claro, claro. Pero tanto como honoríficos… ¡Eso puede costar más caro!”.

Esta burda manera de elegir a los candidatos, impuesta desde Madrid, es similar a la que se ejecuta con gusto en aquellas provincias donde no se presentan paracaidistas. Un ejemplo es el proceder del PSOE en la provincia fresera. La presidenta de la Diputación, María Eugenia Limón, no ha conseguido que su partido, por primera vez desde 1979, logre la mayoría en las municipales. La reina de las marismillas ha perdido el control de la institución provincial y, lo más grave, sus inútiles asesores se han quedado sin el sabroso abrevadero. El hasta mañana alcalde socialista de la capital onubense, Gabriel Cruz, ha sufrido tal descalabro que también ha perdido la mayoría absoluta y toda posibilidad de formar gobierno. El partido, que ya estaba muy dividido desde que lo incendió Sánchez en otoño de 2020, ha quedado destrozado con los resultados obtenidos en los últimos comicios. Pues bien, los primeros puestos al Senado y al Congreso los ocupan respectivamente estos dos políticos derrotados y cómplices del incendio. Cabe preguntarse ¿qué credibilidad tienen esos candidatos?, o ¿acaso ser diputado es hoy un premio honorífico por los servicios prestados?

Las órdenes llegadas desde la Corte son claras: hay que favorecer a los valientes sanchistas que se han batido el cobre, aunque hayan perdido los históricos y últimos feudos socialistas por su más que dudoso proceder. Lo dice el Líder, y punto. Entre los ebrios de poder suele ocurrir este afán por no rectificar. Cuentan que Alfonso XII, en una visita a un hospital durante la última campaña contra los carlistas, se acercó a un teniente y le preguntó: “¿Qué tal, capitán?”. El herido se incorporó con dificultad y le dijo: “Soy teniente, señor…”. Y el rey respondió: “¡He dicho capitán!”. Pues eso, a sostenella, no enmendalla y siempre colocalla.